Todo comienza a las siete y cuarenta de la noche, minutos más, segundos menos. Los asistentes al Teatro Colón de Bogotá estallan en hurras apenas la señora de cabellos blancos, vestida de hombre, sale de las sombras de los camerinos y, del brazo de un tipo delgado y altísimo, se acerca al atril para comenzar el recital performativo.
Toma un trago de café, revisa las hojas y se ajusta los lentes. Lee, canta, actúa. Por varias razones el entusiasmo de la gente está justificado. Primero: no todos los días un mito viviente de la música derrama su talento en un escenario nacional. Y Patti Smith reúne los requisitos para estar en el parnaso del rock internacional.
Además —y es el segundo argumento para entender el frenesí de los aplausos—, se trata de la primera visita de la cantante a Bogotá, a Colombia. La tercera explicación es, de verdad, de orden místico; esotérico, si se quiere: Patti irradia el magnetismo de aquellas figuras que uno se acostumbró a ver en las portadas de los discos, de las revistas, de los libros. En los afiches de los bares. Es decir, parece venir de una realidad diferente.
Le puede interesar: Pink Floyd, la militancia de la música
Muy pronto el público se da cuenta de que no asiste a un concierto al uso. Aquí vemos un espectáculo distinto. ¿Es un recital? Sí y no. ¿Un performance? Sí y no. ¿Una lectura dramática? Ídem. ¿Todo esto es una proyección audiovisual con tintes de vanguardia? También. Lo que hacen Patti y Stephan Crasneanscki —el señor alto y flaco del inicio— es un show en el que convergen las artes vivas, una demostración, una más, de la versatilidad del arte para hurgar con los dedos en las heridas del presente.
Porque Correspondences —la colaboración entre Patti y Stephan—es un acto que pone frente a los ojos y llena los oídos de historias sobre las relaciones de los humanos con la naturaleza. A lo largo del monólogo, Patti habla de los peligros de la energía nuclear y de la insensatez de venderle el alma a Mefistófeles a cambio de barriles de petróleo. Todo lo hace con la energía punk que la lleva a deshojar el libreto y a, en ciertos instantes, pegar brinquitos seguida por luces azules, rojas, blancas.
Intermedio
El rock es el arte del siglo XX. O lo fue. Y eso queda demostrado con las carreras de sus totems. Ejemplos hay muchos. Patti trajo a Colombia un performance distópico. Lo fácil y lo rentable habría sido montar un concierto con su repertorio clásico y avivar así las nostalgias de los asistentes. No lo hizo. Y no es la única en ir en contra de los supuestos del mercado.
Roger Waters ha grabado de nuevo The dark side of the moon, el disco más importante del rock progresivo inglés. Una comparación ayuda a entender la apuesta: pensemos que no contento con Guernica, Picasso lanzara un baldado de pintura blanca al cuadro y lo pintara otra vez, distinto e idéntico al tiempo. Con eso el bajista británico se arriesga a decepcionar a los fanáticos y a desconcertar a los neófitos de Pink Floyd.
Le puede interesar: Mister Floyd viene a Colombia: fecha y precios del concierto de Roger Waters
Ese desconcierto es el que viven los públicos que asisten a las funciones de Bob Dylan. El nobel de literatura “deconstruye” sus canciones y se obstina en no incluir en la lista de los conciertos los temas que la gente conoce de principio a fin. De nuevo: el rock fue el arte del siglo XX, como la poesía lo fue en siglo XV y la ópera en el XVIII. La energía creativa de varias generaciones se volcó en hacer de esa música la banda sonora de la época atómica y los albores de la globalización. Todo esto se percibe en la voz de Patti, en la urgencia de su mensaje ambiental y político.
II
Casi al final del concierto Patti habla del director italiano Pier Paolo Pasolini. Con impotencia, menciona la lucidez de sus películas, el lirismo de su prosa y la claridad de sus poemas. Habla de un intelectual que le plantó cara a los rebrotes del fascismo europeo. Y, a manera de golpe de campana, cada tanto le recuerda a la audiencia que, a pesar de la belleza, Pasolini está muerto: fue atropellado varias veces y parcialmente quemado poco después del estreno de Saló o los 120 días de Sodoma, un filme que desnuda la brutalidad del poder. Ni el arte se libra de los engranajes de la muerte.
Patti se aleja unos pasos del atril. Hace una venia. La gente estalla en aplausos, otra vez. Patti toma el brazo de Stephan y camina con él hasta la negrura del camerino. A los cuarenta segundos se devuelve y, tras pedir excusas por la voz agotada, canta “Tómame ahora cariño, aquí, como estoy”, el verso inicial de Because the night. Lo hace sin la ayuda de ningún instrumento. O, bueno, hace del público su instrumento: la gente canta el coro con la certeza de cumplir una cita con el destino. En otras cosas, ese es el misterio del arte: le da a la vida la ilusión de la trascendencia.