Esta es la historia de un genio del fútbol que cuando iba a agarrar las gloria con las manos, no sabía firmar el contrato que le abriría todas las puertas.
Era un muchacho tímido, pero ese día el miedo no lo amedrentó. Aquel joven moreno de cuerpo menudo, corte de cabello tipo Yankee y cara de niño inocente, estaba seguro de lo que iba a hacer. Por eso, Dorlan Pabón levantó la mano cuando el técnico de Nacional, Santiago Escobar, preguntó quién quería leer unas frases de motivación antes de salir del hotel de concentración.
Era la tarde del 5 de junio de 2011. El cuadro verde jugaba en el Atanasio Girardot, contra Tolima, la semifinal de ida del torneo Apertura. Dorlan, figura del plantel, leyó en voz alta. Todos se conmovieron. No por las frases, sino porque el atacante, después de un año en el club, había aprendido a leer.
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Por las calles cercanas a la Plaza de Mercado de Campo Valdés, al oriente de Medellín, corría, sin camisa y descalzo, un niño delgado detrás de un viejo balón de fútbol. Iba para la cancha del barrio. Ahí pasaba casi todas las horas del día jugando. Lo hacía como una manera de escapar de su realidad.
Aquella placa deportiva era su lugar seguro. Ahí olvidaba que su padre falleció antes de que él naciera. También que la madre tenía problemas de alcoholismo, por lo que él y sus hermanos debieron trabajar para rebuscarse la vida.
El menor tenía carácter. Se fue de la casa materna porque pensaba que ahí no tenía futuro. Una tía, con su familia, lo recibió, le dio un hogar.
Él siguió en lo suyo. Jugaba con un balón de sol a sol. Así desarrolló un remate potente, de esos a los que los otros niños se le quitan para no llevarse un “quemón”. También tenía gran velocidad. Un entrenador lo vio y lo inscribió en la escuela del barrio. Empezó a destacarse.
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Nicolás Rivera vivía en San Antonio de Prado, corregimiento del sur de Medellín. Trabajaba con el F2, una policía secreta colombiana que se disolvió en 1995. Desde entonces, se dedicó a su verdadera pasión: el fútbol.
Según Roviro Gómez, entrenador antioqueño y director de la Escuela de Fútbol de Interés Social de Envigado, cuna de lo que hoy se conoce como Cantera de Héroes, Rivera se convirtió en el “motor” del cuerpo técnico de la categoría que jugaría el Pony Fútbol del 2000.
Él vio jugar, con Campo Valdés, a un niño muy talentoso. “Se llama Dorlan Pabón”, le dijeron cuando preguntó por él. Se lo recomendó a Hernán Londoño, Nélson Isaza e Iván Arango, entrenadores de la escuela de Envigado. Pusieron a prueba al chico. Encantó con su juego. Quedó en el equipo.
Fuera de la cancha, Pabón era un niño tímido. Casi no hablaba con nadie. Le costaba interactuar con los compañeros. Además, a sus 11 años, no había ido al colegio y tampoco lo habían registrado. “Pero en el fútbol era una máquina. Tenía la potencia para pegarle duro y bien al balón. También mucha velocidad. Impresionaban sus características”, dijo Gómez.
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En la mañana del 30 de diciembre de 1999. Nicolás Rivera llegó a la casa de Dorlan en Campo Valdés con ropa nueva. Le dijo que se bañara y se pusiera elegante. Después de registrarlo, lo llevó a una iglesia donde lo bautizaron, le dieron la primera comunión y se confirmó.
Todo con la intención de que pudiera jugar en Ponyfútbol de enero. Pero no pudo estar en La Marte. Ese año, los organizadores del torneo sacaron un decreto que decía que, para participar, un jugador debía, mínimo, ser registrado tres años después del nacimiento. Dorlan entonces tenía 11.
A Envigado no le fue bien. Compensar, de Bogotá, lo dejó fuera de la fase de grupos por juego limpio: tenía una tarjeta amarilla menos. Una vez terminó el evento, Pabón empezó a entrenar. Pulió su talento. El odontólogo Antonio Franco, uno de los mejores veedores de la historia del fútbol paisa, vio que tenía condiciones. Lo apadrinó.
Le ayudaba con los pasajes para bajar de Campo Valdés a Envigado. Algunas veces lo invitaba a desayunar. Poco a poco, el muchacho avanzó de categoría. Jugó en cuarta, en tercera, en segunda división de la Liga Antioqueña de Fútbol.
Llegó a Primera A. El reconocido formador antioqueño Miguel Cadavid lo dirigía. Estaba cerca de dar el paso al primer equipo de Envigado, pero le faltaba foguearse con mayores. Franco, en su sabiduría, dijo que tenía que irse a un equipo la Primera B profesional. Ramón Padierna, director de las divisiones menores del Envigado en ese entonces, habló con un dirigente del Caucasia F.C. Pidió que le dieran la oportunidad. Lo consiguió. Dorlan debutó.
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Cuando llegó a Caucasia, Padierna lo puso al cuidado de una señora que, entre otras cosas, le enseñó a escribir, para firmar los contratos, y a leer los números que tenían los cheques que recibía como salario. Hasta entonces, el futbolista, que tenía entre 16 y 17 años, suscribía cualquier compromiso con su huella.
En los dos años que vivió en el Bajo Cauca (entre 2006 y 2008), Pabón inició el proceso de escolarización. Además, se consolidó como un buen futbolista. Después regresó al Envigado. Se destacó con el primer equipo. Empezó a recibir un buen salario. Según una fuente cercana al jugador, le tenían que pagar con billetes de denominación alta (50.000), porque eran los únicos que reconocía.
Su vida cambió. En lo deportivo destacó tanto, que lo pidieron de Portugal y Argentina. Al final, terminó en Nacional. Al cuadro verde llegó en junio de 2010. Días antes de firmar el contrato, se encontró con Juan Carlos de la Cuesta, presidente del Rey de Copas, en un pasillo del Atanasio, y le confesó que no sabía ni leer ni escribir, que dado el caso, legalizaría con una equis, aunque antes pidió que le explicara los detalles del contrato.
De la Cuesta dijo hace poco que se lo encomendó a recursos humanos del club para que lo acompañaran en el proceso, para que todo quedara muy claro. Un año después, en junio del 2011, Pabón dejó la timidez y el miedo a un lado: antes de jugar la semifinal contra Tolima, leyó unas palabras de motivación a sus compañeros. El Verde avanzó y luego fue campeón contra La Equidad con el aporte y la motivación de Dorlan.
Después de entrenar en el Polideportivo Sur de Envigado, Dorlan Pabón se sienta en las mesitas de afuera del estadio que funcionan como cafeterías. Allí conversa con sus compañeros de equipo, con los entrenadores que lo vieron crecer desde que llegó a las formativas del club naranja, hasta triunfar con Nacional, en Italia, España, México y la Selección Colombia. Dicen quienes lo conocen que es un hombre sencillo, humilde, que anda sin prevenciones en la calle (lo han visto comiendo perritos por El Poblado), y que nunca olvida su origen ni a aquellos que le dieron la mano en sus inicios.