En Colombia, el auge del cultivo de coca ha generado un impacto socioeconómico significativo, particularmente en áreas rurales. Es decir, la economía cocalera ha sido una parte importante de muchas regiones rurales de Colombia, particularmente aquellas donde el desarrollo ha sido históricamente bajo y las oportunidades legales escasas.
Según el reciente estudio “Crecimiento Local Basado en la Coca y su Impacto Socioeconómico en Colombia”, realizado por investigadores del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes, entre 2014 y 2019, el aumento en los cultivos de coca ha generado efectos económicos positivos, pero también ha traído consigo consecuencias ambientales graves.
Esta investigación se presenta en medio del último informe de la ONU que revela un preocupante aumento del 10% en las áreas sembradas de coca y un incremento del 53% en la producción de cocaína pura. Y 253.000 hectáreas fueron sembradas en 2023.
Una de las principales conclusiones de la investigación es el aumento de la actividad económica por los cultivos de coca, que resultó en un alza del 2,5% al 3,1% en el Producto Interno Bruto (PIB) a nivel municipal. Además, por cada dólar adicional proveniente de las ventas de hoja de coca y base de coca incrementa el PIB de $1,17 a $2,30 y $0,86 a $1,63, respectivamente.
La investigación utilizó datos satelitales sobre el uso del suelo y la luminosidad nocturna para estudiar la actividad económica en más de 80 municipios colombianos. Mediante la captura de la intensidad de la luminosidad por las noches, los investigadores pudieron correlacionar esa información con la actividad económica local, que en muchos casos está dominada por el cultivo de coca.
Lucas Marín-Llanes, investigador del Centro de Estudios sobre Seguridad y Drogas (CESED) de la Universidad de los Andes, junto con su equipo multidisciplinario, ha estudiado este fenómeno en profundidad, por eso afirmó: “lo interesante de la luminosidad es que refleja la actividad económica de manera bastante fiel, especialmente en áreas donde no hay mediciones formales”
En diálogo con EL COLOMBIANO, precisó que, para muchos campesinos en Colombia, el cultivo de coca representa una salida económica viable en medio de condiciones de marginalización y pobreza.
Según Marín-Llanes, los datos de Naciones Unidas de 2018 indican que el promedio de extensión de tierra cultivada con coca es de apenas 1,07 hectáreas por campesino. A pesar de su tamaño reducido, estos cultivos permiten a los campesinos obtener ingresos más rápidamente que con otros productos agrícolas.
“La coca tiene un ciclo de cosecha mucho más corto que otros cultivos, como el café o el cacao. En unos seis meses ya puedes tener la primera cosecha, y se pueden obtener hasta cuatro cosechas al año”, explica Marín-Llanes.
Además, alrededor del 50% de los cultivadores también participan en la transformación de la hoja de coca en pasta base, un producto que se comercializa con intermediarios y que luego pasa a manos de actores armados o traficantes.
La transformación de la coca en pasta base tiene otro atractivo para los productores: su facilidad de transporte. “Una hectárea de coca puede ser procesada hasta convertirse en un pequeño ladrillo de pasta base, que es fácil de mover por caminos rurales o áreas controladas por grupos armados”, señala el investigador.
Esto contrasta con otros cultivos que, por su volumen y peso, son más difíciles de transportar y requieren infraestructura de carreteras o logística.
El precio de la pasta base varía según la región, pero Marín-Llanes estima que ronda los $2,4 millones por kilo. A partir de ahí, el producto se comercializa a intermediarios o grupos armados, quienes lo transforman en clorhidrato de cocaína para su exportación a mercados internacionales.
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Según otros estudios, solo el 7% del valor agregado de la cadena de la cocaína corresponde al cultivo, mientras que el 71% proviene del tráfico internacional.
El investigador Lucas Marín-Llanes explica que este tipo de economías ilícitas no solo beneficia a los campesinos involucrados directamente, sino que también dinamiza otros sectores de la economía local. Durante el auge de la coca entre 2014 y 2019, fue común ver cómo se multiplicaban los comercios en las zonas rurales, con una actividad económica que incluía tiendas, restaurantes y hoteles.
Uno de los hallazgos más importantes de la investigación de Marín-Llanes es que las economías cocaleras prosperan en regiones donde el Estado ha fallado en proporcionar oportunidades de desarrollo lícito. Es decir, estas condiciones de vulnerabilidad, combinadas con la falta de acceso a mercados para productos agrícolas lícitos, han llevado a las comunidades a optar por el cultivo de coca como una salida económica.
El investigador argumenta que el cultivo de coca es más un síntoma de los problemas estructurales que enfrenta el país en términos de desarrollo rural que una causa de estos problemas.
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“Las áreas donde predominan los cultivos de coca tienden a ser apartadas, con poca infraestructura y alta marginalización. En nuestras investigaciones, encontramos que el 50% de los cultivadores de coca viven en condiciones de pobreza multidimensional, lo que es mucho más alto que el promedio nacional, que está por debajo del 20%”, explica Marín-Llanes.
El acceso limitado a oportunidades económicas lícitas, sumado a la falta de desarrollo agrario diversificado, lleva a los campesinos a optar por la coca, ya que ofrece un retorno económico más rápido y estable.
Aunque hay estudios que sugieren que la ausencia del Estado contribuye al crecimiento de la coca, Marín-Llanes señala que no es simplemente la falta de presencia estatal, sino cómo ha llegado el Estado: “En muchos casos, el Estado ha entrado en estas regiones con acciones violentas o descoordinadas, lo que genera desconfianza en las comunidades locales”.
Este crecimiento económico impulsado por la coca es significativo en áreas donde tradicionalmente no había una actividad económica formal relevante. En palabras de Marín-Llanes, “la coca es uno de los pocos cultivos que está conectado a cadenas de comercialización global, lo que garantiza su demanda y genera beneficios económicos en áreas rurales marginalizadas”.
El estudio también destaca los altos costos ambientales asociados con el auge de la coca. Las tasas de deforestación en los municipios afectados se incrementaron en un 104%, mientras que las áreas transformadas de cultivo de coca a pastos para ganado aumentaron en un 302%, especialmente en la Amazonía colombiana.
Esto sugiere que el cultivo de coca no solo impacta el PIB local, sino que también transforma radicalmente el uso de la tierra, acelerando la deforestación y el cambio en los ecosistemas. Es decir, aunque la coca no es un motor principal de deforestación, sus efectos económicos sí pueden generar impactos ambientales indirectos, como la transformación de tierras de coca a pastos para ganadería, lo que contribuye al deterioro del capital natural.
Específicamente, la bonanza cocalera en la Amazonía aumentó la deforestación y la transformación del uso del suelo en más de un 300%, aunque no se ha visto un aumento en la ganadería, lo que sugiere que podría estar relacionado con el acaparamiento de tierras, infiere el economista.
Lucas Marín-Llanes subraya que este fenómeno no es exclusivo de Colombia: “Lo hemos visto en otros países donde el narcotráfico y los cultivos ilícitos generan crecimiento económico a corto plazo, pero los efectos a largo plazo sobre el medioambiente y la sostenibilidad son devastadores”.
Por lo tanto, la investigación de Marín-Llanes y su equipo subraya la necesidad de enfoques integrales para abordar el problema de las economías cocaleras.
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“El cultivo de coca es una respuesta racional de los campesinos a un entorno hostil, donde no hay otras formas viables de ganarse la vida. Por eso, las soluciones no pueden centrarse solo en erradicación forzosa o intervención militar. Se necesita una visión de desarrollo territorial”, advierte.
Marín-Llanes también señala que la bonanza cocalera no ha incrementado la violencia, un hallazgo que contradice la creencia de que la violencia es inherente a las economías ilícitas. Aunque han probado la hipótesis de que la violencia podría aumentar en municipios vecinos, tampoco encontraron evidencia de esto.
Durante el período estudiado (2014-2019), coincidiendo con los acuerdos de paz, no se observaron aumentos en violencia a nivel nacional relacionados con la coca. Esto sugiere que estas economías no deben ser vistas únicamente desde una perspectiva negativa o unidimensional, sino con un enfoque lleno de matices.
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La diversificación agraria y la mejora de la infraestructura rural son algunas de las soluciones que podrían reducir la dependencia de los campesinos hacia la coca. Sin embargo, esto no es fácil de lograr en un país donde muchas áreas rurales aún carecen de acceso a servicios básicos como electricidad o transporte.
A pesar del crecimiento económico que genera el cultivo de coca, la sostenibilidad de esta economía es cuestionable debido a los altos costos sociales y ambientales. Los intentos de erradicar la coca a través de programas de sustitución de cultivos han fracasado en gran medida, ya que no han logrado conectar otros productos agrícolas, como el café o el cacao, con cadenas de comercialización globales que puedan competir con la coca.
El estudio subraya la necesidad de enfoques más integrales para resolver el problema de los cultivos ilícitos en Colombia. Marín-Llanes sugiere que, para lograr una reducción sostenible en los cultivos de coca, es necesario que los proyectos alternativos de generación de ingresos estén conectados con mercados globales y que ofrezcan una alternativa económica real para los campesinos que dependen actualmente de la coca.
Marín-Llanes concluye que, aunque su investigación no cubre toda la cadena de valor de la cocaína, su trabajo muestra cómo el cultivo de coca sigue siendo un componente clave en las economías rurales de Colombia. Resolver este desafío requerirá políticas públicas que mejoren las condiciones de vida en estas áreas y ofrezcan alternativas económicas viables a largo plazo.