Pablo Montoya pasó casi dos años en Madrid. Esta fue su cuarta estancia europea. Antes vivió largos años en París, donde se hizo doctor en Estudios Hispánicos y Latinoamericanos, tradujo a Céline y Baudelaire, estudió a Alejo Carpentier. Este recorrido se hizo antes de su regreso a Colombia.
Lleva una bufanda bien sujetada, un saco de lana y una chaqueta roja, gruesa. Habla despacio, sin elevar demasiado el tono, y cada tanto humedece sus ojos con gotas naturales. Responde y hace preguntas, va de un tema a otro, lo mismo de música que de historia. Es un hombre afable, sereno.
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Esta vez no ha venido a Europa persiguiendo una aventura literaria o con la intención de avivar un romanticismo hudizo, sino porque Alejandra Toro, su esposa, se ganó una beca de estudios posdoctorales. Contrario a los años de París, pasados por las angustias y precariedades, la de ahora es una estancia cómoda, de un escritor que ve su obra más cerrada que abierta, casi concluida.
Y sobre ese punto comienza la conversación en la tarde otoñal. Pablo Montoya almuerza mientras discurre sobre ese pasado remoto, sobre este presente apacible.
—Estar en Madrid me ayudó a concretar una idea que me rondaba hacía años, escribir una novela sobre el pintor El Bosco —dice mientras come el primer plato, un arroz con frutos del mar—. Va a ser una obra larga, quizás la última de gran extensión. Creo que después volveré de nuevo a lo breve, no al cuento, pero sí a las prosas poéticas, por ejemplo.
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Han pasado veinte años desde la publicación de La sed del ojo, su primera novela, una obra corta al estilo nouvelle, como la llaman los franceses. Después vinieron las más extensas, de trescientas o cuatrocientas páginas: Tríptico de la infamia, La escuela de música, La sombra de Orión. El Tríptico y La sombra demandaron un esfuerzo investigativo considerable, una revisión de archivos y el miedo permanente de cometer un anacronismo involuntario. Los años se van acumulando...
—Escribir una novela requiere un esfuerzo constante, muy difícil de mantener —hace una pausa para continuar con el plato principal—. Terminaré el libro sobre El Bosco y volveré sobre una historia más personal, desgarradora, que conocí hace muchos años, en mi juventud.
La Sombra se publicó en 2021 y con ella llegaron las presentaciones, las conferencias, los viajes. También las críticas, que no siempre caen bien. Dice Pablo que aceptó cuanta invitación se le hizo para hablar de la novela, aquí o acullá, hasta que un día, como Pedro Cadavid, el personaje de su obra, enfermó y se vio obligado a detenerse, a descansar.
—Fue un llamado: tenía que parar. Entonces tuve que alejarme de esa cantidad de eventos —un mesero poco afable, muy ibérico, recoge los platos—. Coincidió eso con la beca que se ganó mi esposa y la posibilidad de venir acá.
Pablo terminó de escribir en Madrid su más reciente novela, Marco Aurelio y los límites del imperio, una visión personal, literaturizada, del emperador estoico.
—En el mercado editorial hispano todavía pesa mucho el pasar por Madrid-Barcelona; un escritor que no lo haga, difícilmente traspasa fronteras...
La conversación continúa afuera, por las calles de Madrid, en búsqueda de un café menos ruidoso. Pablo acepta que no ha recorrido plenamente la ciudad, al menos no la moderna.
—Me interesa —dice mientras camina con lentitud, tratando de recordar infructuosamente dónde hay un café —la Madrid antigua, la de los siglos XVI y XVII. La de ahora la conozco muy poco, pero sí he podido ir a los museos, a los archivos, para recrear esa época.
Durante la caminata errática aparece una urbe moderna, de grandes torres habitacionales, de buses ligeros, de coches eléctricos. No hay manera de intuir la Madrid de la guerra civil, o de la Generación del 98, o del Siglo de Oro, o de Felipe II, el gran admirador de El Bosco. Para ello hace falta la imaginación del escritor, del artista.
La charla continúa en un restaurante de comida árabe, un tanto pequeño, donde también ofrecen patatas españolas.
—Salud—dice Pablo, que bebe una cerveza sin alcohol.
Una y otra vez, la conversación deriva en la novela que está por venir. A la historia de El Bosco se le entrelaza la de un pintor neogranadino, mestizo, un personaje ficticio que cumple el papel de puente entre Europa y América. Como en La sed del ojo, acá hay un erotismo libertario, pero además una relación amorosa truncada por el cristianismo de la contrarreforma.
—Mi obra puede molestar por esa crítica al poder español. Hay un homenaje al arte, pero también una visión muy fuerte sobre ese poder colonial y religioso. Eso lo va a mostrar muy bien este personaje, al que la iglesia le encarga pinturas catequizantes, lo que lo hace sentir asfixiado.
El centro de esta nueva novela, como en el Tríptico, es una obra de arte, El jardín de las delicias, un cuadro abierto a una cantidad ingente de interpretaciones.
Las reflexiones sobre la novela, que quizá sea la última obra extensa del autor, encauzan la conversación hacia la vejez, el culmen de la carrera, el anhelo solaz. Y Pablo suelta frases como la siguiente:
—En la vejez el tiempo se te escapa.
O:
—Mi obra se está acabando.
O:
—No me quedan muchos libros por escribir.
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Y comenta que quiere continuar con sus peregrinaciones literarias, una serie de textos sobre escritores que ha leído con fervor: Carpentier, Voltaire, Sábato, Camus...
—He pensado en escribir sobre Marguerite Yourcenar, pero eso implica tener que viajar a Estados Unidos para ir a su tumba.
Después discurre un poco sobre la energía de ciertos escritores que, entrados en la vejez, mantienen vidas errantes, activas, llenas de compromisos. Como Vargas Llosa, que causó revuelo este año al no venir a Madrid a un homenaje porque su médico se lo desaconsejó. Vargas Llosa tiene 88 años....
—Son hombres de una energía muy fuerte, que yo no sé cómo hacen.
A veces hay ligeros silencios en la conversación. Baches, interrupciones.
—Lo más dispendioso para mí es la corrección de los textos —la cerveza sin alcohol está casi vacía, la espuma replegada en el vaso —. Cada vez intento ser más pulcro, y eso me exige mucho tiempo. Escribo en las mañanas y corrijo en las tardes, por lo general. Creo que lo importante de la literatura es el lenguaje.
Aunque Pablo ya casi cumple la edad de jubilación, tendrá que trabajar dos años más, pues su estancia en Madrid hizo parte de una comisión de estudios posdoctorales que luego tendrá que compensar a la Universidad de Antioquia, donde es profesor hace dos décadas.
Además de las peregrinaciones literarias y una posible colección de prosa poética, tiene pensado un volumen de ensayos sobre música y literatura. Su obra no parece tan cerrada como podría creerse.
—De igual manera —reitera—, tengo un plan de obras. Siempre trabajo así: voy madurando las ideas, como esta de El Bosco.