Al exfutbolista brasileño Adriano lo derrotó el éxito. El sueño que cumplió, gracias a su talento, se convirtió en una pesadilla. Tuvo todas las cualidades para tocar el cielo con las manos, pero la presión de ser una estrella no lo dejó. Fue el mejor jugador del Inter de Milán cuando el fútbol italiano era uno de los más complejos de Europa. Los focos de las cámaras se le fueron encima. Todo el mundo quería ser él, pero él siempre quiso ser el niño que jugaba fútbol por las calles de Vila Cruzeiro, la favela del sur de Río de Janeiro en la que creció.
Así lo confesó en un artículo publicado por el medio norteamericano The Players Tribune, que fue titulado “una carta a mi favela”. En el texto, Adriano Leite Ribeiro, conocido en el fútbol como “El Emperador”, uno de los delanteros más potentes que tuvo el balompié mundial en los primeros años del Siglo XXI y dueño de una zurda tan fuerte que los remates que lanzaba parecían una bala de cañón para los arqueros, narró las razones por las que siempre regresa al barrio donde creció, a pesar de la fama, el dinero, las críticas, los chismes que inventan sobre su vida.
Del exfutbolista de 42 años se ha dicho de todo: que es drogadicto, alcohólico, que se relaciona con criminales de su barrio, que tiene vida de gunster. Por eso los medios internacionales lo calificaron como una promesa que no se concretó, algo así como la generación de escritores norteamericanos que Gertrude Stein calificó como “la generación perdida”.
Por eso, Adriano empieza el texto con unas palabras que rompen. “¿Sabes lo que se siente ser una promesa? Lo sé. Incluso una promesa incumplida. El mayor desperdicio del fútbol: yo”, dicen las líneas con las que comienza el relato, que todo el tiempo está escrito en primera persona.
Al exfutbolista lo acompaña un reportero, que va con él desde Barra da Tijuca, el barrio donde vive, hasta la favela, ubicada en la zona sur de río, que es un infierno no solo por la dinámica violenta que se vive, sino debido a que hace mucho calor en ese lugar. Tal es la temperatura que los habitantes del lugar se tiran cocadas de agua fría en la calle para bajarla.
“Me gusta esa palabra, desperdicio. No solo por cómo suena, sino porque estoy obsesionada con desperdiciar mi vida. Estoy bien así, en un desperdicio frenético. Disfruto de este estigma. No tomo drogas, como intentan demostrar. No me gusta el crimen, pero, por supuesto, podría haberlo hecho. No me gusta ir a discotecas. Siempre voy al mismo lugar de mi barrio, el kiosko de Naná. Si quieres conocerme, pásate por aquí. Bebo cada dos días, sí. (Y los otros días también.) ¿Cómo llega una persona como yo al punto de beber casi todos los días? No me gusta dar explicaciones a los demás, pero aquí va una: bebo porque no es fácil ser una promesa que sigue en deuda. Y a mi edad, esto es aún peor”, dice el siguiente párrafo.
Adriano llega al barrio donde creció y empieza a contar su historia. Manifiesta que el fútbol es casi una obligación para los habitantes de esa zona porque, para entrar y salir del lugar, hay que pasar por una cacha. Y ahí pasó los mejores momentos de su infancia. Siempre estuvo acompañado de su padre, Mirinho, quien los sábados lo llevaba a verlo jugar partidos de barrio que tenían una importancia legendaria.
También fue el cómplice que lo puso a jugar la final de un torneo del barrio contra un rival importante cuando ya era profesional: como en el cuento Esperándolo a Tito de Eduardo Sacheri, la estrella del balompié mundial llegó desde el Viejo Continente y ayudó a sus amigos a ganar. Se armó una fiesta tremenda en la cancha. Música, juegos pirotécnicos, mujeres contentas y licor, mucho licor.
Una noche parecida a esa fue cuando Adriano conoció la sensación de estar borracho, pero cuando tenía 14 años. Estaba en la cancha con sus amigos y le dieron de beber. Su padre, un hombre que siempre estuvo en contra del licor porque su progenitor –abuelo del futbolista– falleció por la adicción al mismo, le quitó el vaso de la mano.
Lo regañó. Le reclamó que si era el ejemplo que le había dado. Adriano dijo que no, con el respeto que le tenía al hombre que cuando tenía 10 años recibió el impacto de una bala perdida en la cabeza, empezó a sufrir de ataques de epilepsia hasta su muerte, no pudo trabajar más, pero siempre estuvo ahí para él y su familia.
Adriano también recordó otro momento difícil de su vida que lo llevó al eterno retorno al barrio. Narró que su primera Navidad en Milan fue aburrida: el frío, las calles vacías, la gente en silencio, contrastaban con el bullicio popular de su barrio y las festividades de fin de año a las que estaba acostumbrado. Por eso, cuando llamó a sus padres, lloró unas lágrimas amargas que pasó con vodka: se emborrachó.
Después la fama lo asedió. Se “escapó” de Italia. “La verdad es que yo quería estar en Río de Janeiro”, aseguró.
“Cuando “escapé” del Inter y salí de Italia, vine a esconderme aquí. Estuve tres días recorriendo todo el complejo. Nadie me encontró. No hay manera. Regla número uno de la favela: mantén la boca cerrada. ¿Crees que alguien me delataría? Aquí no hay ratas, hermano. La prensa italiana se volvió loca. La policía de Río incluso llevó a cabo una operación para “rescatarme”. Dijeron que me habían secuestrado. Estás bromeando, ¿verdad? Imagínate que alguien me va a hacer algún daño aquí... a mí, un niño de la favela”.
“Todos me destrozaron”, pero a Adriano solo quería una cosa: ser nadie, estar tranquilo, vivir sin presiones, sin que nadie se alarma por cualquier cosa que hiciera. El barrio fue su refugio. “Necesitaba la libertad. Ya no soportaba más tener que estar siempre pendiente de las cámaras cada vez que salía a Italia, cualquiera que se cruzara en mi camino, ya fuera un periodista, un estafador, un timador o cualquier otro hijo de puta.
En mi comunidad no tenemos eso. Cuando estoy aquí, nadie de fuera sabe lo que estoy haciendo. Ese era su problema. No entendían por qué iba a la favela. No era por la bebida, ni por las mujeres, mucho menos por las drogas. Era por la libertad. Era porque quería paz. Quería vivir. Quería volver a ser humano. Aunque fuera un poquito. Esa es la maldita verdad. ¿Y qué? Lo hice porque no me encontraba bien. Necesitaba mi espacio para hacer lo que quería hacer”, aseguró la estrella brasileña, que remató diciendo “Villa Cruzeiro no es el mejor lugar del mundo, es mi lugar”.