Vuelvo al llamado del cuento navideño. La cabeza se llena de lugares comunes. Busco adentro: el adentro, ad-intra, centro de una famosa geometría mística a la que han acudido a lo largo de la historia todos los credos para sustentar su anhelo del absoluto. Y vuelvo a un inevitable lugar común: la estrella, la que es tantas y es una, poliédrica y polisémica como el infinito e insondable Aleph.
Pienso en las estrellas que orientaron a los cosmonautas, en Ulises, en la estrella de David, en las que simbolizan la libertad en alguna bandera famosa, en las que inciden en el destino, en las inalcanzables, en las que ganan millones de dólares y en las que ofrecen un fulgor plano entre las sorpresas de los niños.
Vuelvo a la estrella de la epifanía, la de los reyes magos que les permitió buscar al recién nacido que habían anunciado los profetas. Me invaden las imágenes sobre una luz espectacular, tal vez la de una supernova o una extraña constelación que orientó a esos tres hombres de los confines de la tierra hacia el acontecimiento. El cosmos encuentra sus códigos. Imagino el encuentro, su asombro, la plenitud del hallazgo.
Cuentos de Navidad: La búsqueda Ilustración: Leonardo Parra FuentesLo había anunciado también Virgilio en sus poesías pastoriles cuando habló de la llegada de un orden nuevo que brotaría de lo íntegro. Pienso en una mujer que dijo sí y abrió una grieta que lo crearía todo de nuevo.
Percibo el poder de la fragilidad, de lo ínfimo, de cada fisura existencial que despresuriza cuanto existe y lo obliga a renovarse.
Hundo mis pies entre el barro, como una niña, y encuentro de nuevo la estela de la luz, las siete puntas que sonríen desde el cielo y fulguran
Sigo buscando cómo encarar mi cuento navideño. Reencuentro entre las plataformas audiovisuales la historia de los cuatro niños indígenas colombianos que sobrevivieron durante cuarenta días en la selva amazónica, asistidos por su hermana mayor, Lesly Jacobombaire Mucutuy, indígena de la comunidad muinane, de trece años. Viajaban en una avioneta que cayó entre los árboles y la madre murió en el accidente. Cuando la niña despierta después del impacto ve la selva, pero no el cielo. La rodilla sangra y se siente confundida, pero asume la responsabilidad de salvar a sus tres hermanos menores de nueve, cuatro y un año.
Había heredado de sus mayores un conocimiento ancestral sobre ese universo enmarañado, pleno de fuerzas espirituales que teme y respeta. Busca el oeste y la luz solar. Reconoce entre las semillas y los frutos de los árboles cuáles son los que pueden ayudarles a subsistir. Convierte las hojas en copas que les permiten beber agua. Cuida los ciclos de sueño de los niños mientras vela por las noches para protegerlos. La selva deviene templo, útero que resguarda a sus crías. Una vez más, los pequeños de la tierra son el vértice de la esperanza.
Un grupo de indígenas y soldados los buscan afanosamente. Los primeros celebran un ritual para que los espíritus de la selva les entreguen a los niños. Sienten truenos, gritos. Persisten. Siguen pidiéndoles permiso. Entonces, ven las huellas del tapir y una tortuga sagrada se acerca. La toman como talismán y mientras caminan escuchan finalmente las voces de los niños. La nueva alianza es la humildad. Lo escondido, el signo del grano de mostaza.
Jalo entonces las siete puntas de mi propia estrella: certeza, intuición, sentido común, sincronicidad, encuentro, cotidianidad, epifanía. Revivo el momento más significativo de mi año. En el oriente antioqueño tres mujeres estamos a punto de cruzar un río de aguas poderosas, con lecho de piedras afiladas. Habíamos viajado para compartir con pueblos indígenas, resguardarnos en su sabiduría, recorrer sus caminos.
Un hombre del pueblo indígena embera-chamí nos guía a través del arroyo. Nos pide cruzar descalzas porque el hermano río merece respeto. Deshago los nudos de las zapatillas mientras destrabo tantas ideas racionales y fluyo. Descalzarme, ser dócil al llamado me hace pensar también en Moisés cuando escuchó la voz de Dios: “Suéltate las sandalias porque el suelo que pisas es sagrado”. Me apoyo en la fuerza y en la sabiduría de ese hombre. Le creo. Mi mano recupera las certezas de la infancia cuando la voz de mi padre acallaba todas las tempestades y los miedos. Me duelen los pies pero he cedido el peso de tantas obligaciones que me exigen instruir sin equivocarme, escribir el punto final, decir a tiempo la palabra precisa. La reciedumbre de la corriente me revela mi propio poder y experimento una extraña alegría, un revuelo interior.
Cruzo y busco las señales. No puedo ceder mi aliento de hermeneuta. Hundo mis pies entre el barro, como una niña, y encuentro de nuevo la estela de la luz, las siete puntas que sonríen desde el cielo y fulguran. Es mi estrella. Simple y cotidiana. Elemental. Verde, aérea, acuática, terrestre y fraterna. Y es la misma que ha alumbrado a lo largo de la historia a los hombres y mujeres en todos los confines de la tierra. Es la recompensa que han recibido, reciben y recibirán todos los que buscan, todos los que esperan.
*Doctora en Filología Hispánica, directora de la Maestría en Lingüística panhispánica de la Universidad de la Sabana. Profesora e investigadora.