No se puede saber el género de una tortuga a simple vista. Tal vez por eso al Papa que acaba de morir en la realidad que nos propone Cónclave, le gustaban las tortugas y las dejaba campear a sus anchas por los Palacios Vaticanos, porque se parecían a esos cardenales de caparazones rojizos a quienes lideraba, de cuyas ideas verdaderas el mundo apenas sabe algo, pues la obediencia al Sumo Pontífice es uno de los pilares del funcionamiento de la Iglesia Católica.
Por obediencia es que sigue en su puesto el Cardenal Lawrence, a pesar de las dudas que le manifestó al Santo Padre en su momento y que él mismo, veladamente, deja traslucir en el sermón de la misa que oficia como Decano del Colegio Cardenalicio que escogerá al nuevo Papa. ¿Lo harán bien? ¿Puede él mismo ser un candidato viable? ¿Parte de la confianza que el finado pontífice tenía en el prelado británico implica intervenir de tal manera en el cónclave que facciones conservadoras, como las que representa el cardenal italiano Tedesco, no triunfen? Todas estas encrucijadas morales y emocionales logra transmitirlas Ralph Fiennes con sus miradas en el recital de buena actuación que nos regala acá. Son varias procesiones las que lleva por dentro el cardenal y que gracias a la dirección precisa de Edward Berger, que jamás mueve la cámara sin necesidad y siempre escoge bien entre susurrarnos secretos y pensamientos íntimos con planos cercanos o asombrarnos con planos abiertos que muestran la magnificencia de los escenarios o la belleza de los rituales, convierten a Cónclave en un trepidante thriller político, como una partida de ajedrez en la que está en juego el destino de una institución milenaria.
Brillante es el trabajo de Nina Gold y Martin Ware, los directores de casting, al juntar un reparto de intérpretes que se dejan la piel en sus escenas, como Stanley Tucci, Isabella Rossellini —cuya mirada de ira podría convertirnos en estatuas de sal— y John Lithgow. Cada uno de ellos tendrá un momento para lucirse porque en vez de persecuciones frenéticas lo que tenemos acá son diálogos punzantes y en lugar de armas, palabras de alto calibre, como las de Sergio Castellitto, perfecto en el papel del retrógrado cardenal que recuerda con nostalgia la misa en latín. El juego del poder siempre será entretenido de ver, pero vestido con la majestad eclesial (fascinante diseño de producción de Suzie Davis) y acompañado de la música justa —que interroga y cuestiona cuando debe— compuesta por Volker Bertelmann, se convierte en una liturgia cinéfila.
Sobre todas las cosas, sin embargo, está la palabra, en este caso, el guion de orfebre que escribe Peter Straughan. No hay rareza más grande en estos tiempos que una película donde nadie dice idioteces y cada diálogo incluye varias capas de interpretaciones. Es él quien crea este artilugio narrativo que se reserva hasta el final una última sorpresa. Una que obliga a leerlo todo desde el principio. Como un libro sagrado o como esta misma columna apenas lo intenta.
Calificación: 5 estrellas (sobre 5)