Solo los hombres, según los griegos, poseían los cuerpos calientes. Era su definición para explicar que el privilegio de pensar, de decidir, de reclamar su derecho a la esfera pública estaba estrechamente ligado a la actividad corporal: a la exaltación, al disfrute, a la rienda suelta de las pulsiones. Los cuerpos fríos, entonces, eran los de las mujeres y los esclavos, confinados en casas, sin derecho a sentir, mucho menos en público.
Todo eso lo cuenta Ramón Pineda sentado en la Tienda Café Ruda, en el renacido pasaje Cervantes, en el inicio de un recorrido en el que pretende mostrarnos cómo el espíritu de esa segregación se mantiene en los corazones de ciudades como Medellín.
Ramón es periodista y profesor y lleva más de veinte años abriendo rutas para conocerle el alma y las vísceras al Centro. No es un guía, más bien es un Caronte que conduce a pequeños grupos por esa especie de Estigia que es la comuna de la Candelaria.
Los recorridos que propone surgen, a veces, de preguntas que quedan en el aire o de un lugar que detona la necesidad de una búsqueda. Así han nacido rutas para conocer el Centro a través de la sexualidad, de la muerte, de la gastronomía, de tertulias y cantinas. Así nació este recorrido inédito que explora el lugar de la mujer en el Centro de Medellín, la representación de una urbe construida por hombres y para hombres, y pensada para que la mujer cumpla roles por mandato (la mujer que sirve, la mujer que acata). Pero es, sobre todo, un recorrido por las grietas que han abierto las mujeres en este hermético espacio de masculinidad hegemónica venciendo al sistema en su propio juego.
No es un asunto de percepción solamente. Según un estudio que realizó ONU Mujeres, al 57,6% las mujeres en Medellín le genera mucho temor los parques y espacios públicos del Centro. El 73% considera que su condición de mujer las ubica en una posición de desventaja de seguridad al recorrer el Centro.
Por eso el recorrido comienza en Ruda, un punto de encuentro feminista nacido de una larga saga de movilizaciones políticas y callejeras surgidas en los 90 de redes antimilitaristas y anticolonialistas que trabajan con cientos de mujeres en los barrios en búsqueda de redistribución del trabajo justo. Por eso, todo lo que se consume en Ruda viene de emprendimientos de mujeres. El café, que también es librería, es la puerta de entrada a una extensa red de economía popular y solidaria.
La ubicación del lugar tiene su simbolismo. Está a unos metros de la sede de la Unión de Ciudadanas Colombianas, nacida en el seno de una lucha de una generación de mujeres profesionales pioneras, como Rosita Turizo, que en 1955 se movilizaron en calles y aulas para lograr el derecho al voto. A media cuadra de allí, sin una sola seña que lo recuerde o lo relate, está el café Cyrano, a todo el frente de la estación Pabellón de Agua del Tranvía. En la fachada que conserva con dignidad su huella arquitectónica original existió el Cyrano, donde María Cano se formó entre intelectuales hombres como la insumisa líder sindical que pasó de leerle a los obreros de Medellín novelas de Zolá, Tolstói, Vanconcelos y Balzac a recorrer media Colombia denunciando injusticias sociales y penurias obreras, desafiando a los conservadores que más de una vez quisieron silenciarla.
Esa especie de polígono del primer tramo del recorrido que traza la historia combativa de las mujeres en el Centro se completa con la parada en el Cefa. El Centro Formativo de Antioquia es el triunfo del laicismo y del derecho al conocimiento universal sobre la enseñanza doctrinal.
Resulta que la Ley 28 de 1932 del gobierno liberal del presidente Enrique Olaya Herrera cambió para siempre las reglas de juego y estableció que las mujeres tuvieran sus propios bienes. El asunto es que para tener bienes había que tener trabajo y para conseguirlo era necesario estudiar. La pobre formación religiosa que recibían las niñas y jóvenes les imponía un techo para ingresar a medicina, ingenierías y a derecho.
Y en Medellín, el ingeniero Joaquín Vallejo, que fungía como lo que ahora sería un secretario de Educación, encontró la solución y convirtió la Normal de Señoritas en colegio de bachillerato y fue hasta París a buscar Enriqueta Séculi, una española republicana exiliada que dio el golpe en la mesa: expurgó la institución de doctrinas religiosas, transformó la pedagogía y de allí empezaron a surgir las primeras camadas de bachilleres que llegaron a las carreras que hasta entonces estaban vetadas.
Esta historia la rescató María Teresa Uribe en su inmortal texto “Llegan las mujeres”. También cuenta allí que Séculi pagó el precio del atrevimiento. Monseñor Miguel Ángel Builes y las ligas de la decencia la sacaron de la ciudad, pero la semilla estaba firme. 350 estudiantes hicieron durante 42 días huelga a punta de pan y agua para que la señorita Séculi fuera devuelta a su cargo, hasta que el presidente Alfonso López prometió intentarlo, pero finalmente no fue posible.
De todos modos, la convicción de que la academia y el debate público en la ciudad no volverían a estar completos sin su presencia alentó desde entonces el espíritu transgresor de las estudiantes de la institución. Ni siquiera el posterior intento por colonizar nuevamente el colegio con religión y cambiarle el nombre por “Isabel la Católica”, en medio del periodo oscurantista y violento que desató la llamada “restauración conservadora” del presidente Mariano Ospina, cortó ese ímpetu.
El espíritu del Cefa se impuso y aunque en los últimos años, según explica Ramón, ha enfrentado problemas de matrículas por la vulnerabilidad que enfrentan sus estudiantes en el entorno hostil de La Playa, Córdoba y otros sectores aledaños, no es posible hablar de esa transformación de roles de la mujer en el Centro sin hablar del Cefa.
O sin hablar de la Remington, otra parada en la ruta, donde se formaron las primeras mujeres que empezaron a ocupar masivamente los trabajos de oficinistas que habían estado reservados para hombres. En la Remington se formaron Elena Ospina, hija del general Pedro Nel Ospina; Aura Gutiérrez de Lefevre, primera Señorita Colombia; Amparo Jaramillo, esposa de Jorge Eliécer Gaitán, y Emilia Duque, quien luego fue directora del Instituto Comercial Antioqueño.
En La Bachué, la escultura de José Horacio Betancur que se encuentra al frente del teatro Pablo Tobón Uribe y que terminó en los 50 confinada en un parqueadero como si fuera chatarra por cometer el pecado de tener las tetas al aire, comienza la temática más histórica del recorrido.
Una decena de mujeres fundamentales en el devenir de Antioquia y del país cuentan de manera silenciosa sus legados.
Descendiendo por toda La Playa, que a propósito atraviesa tal vez por uno de sus peores momentos en cuanto a deterioro físico, aparecen, entre otras, la escultura de Simona Duque, personaje con dualidades fascinantes. Simona, oriunda de Marinilla, quedó inmortalizada al “ofrendar” a la causa independentista a sus ocho hijos, a quienes directamente se los entregó al general José María Córdova para que los llevara a la batalla.
Cuenta Ramón que en una tesis de la periodista Laura Bueno, escudriñando en la vida de Simona, encontró que más de siglo y medio después de su muerte, en 1858, hasta en su pueblo natal sigue despertando sentimientos encontrados por el acto de entregar a sus hijos. ¿Fue una mala madre o una patriota radical? Lo cierto es que a diferencia de las mujeres que tuvieron roles en los tiempos de la Independencia y cuya formación política estuvo, casi siempre, influenciada por hombres, en Simona no fue así, ella enviudó siendo casi una adolescente, una mujer de campo y con un reguero de hijos, sin ningún contacto con política. ¿Qué la motivó entonces?
Los catorce bustos de mujeres ilustres de Antioquia completarán seis años en La Playa luego de una polémica reubicación desde su sitio original atrás del Jardín Botánico, donde las esculturas de Débora Arango, María Cano, la Cacica Dabeiba, Luz Castro de Gutiérrez, Rosita Turizo y Blanca Isaza, entre otras, terminaron convertidas en orinal de hombres.
El fin de La Playa marca el comienzo de la última etapa del recorrido.
Si de la Oriental hacia arriba hay huellas y territorios colectivamente conquistados y vigentes que permiten a las mujeres moverse por el Centro; expresarse, reunirse; permitirse el goce y su derecho a recorrer y habitar el espacio público, de la Oriental hacia abajo la hostilidad es manifiesta. Los roles impuestos son marcados y los espacios conquistados para el disfrute bajo las reglas de ellas son individuales, son también extraños.
En el primer piso de uno de los casinos más monstruosos de la ciudad, al menos quince mujeres mayores de 50 mueven casi con sincronía la palanca de las máquinas tragamonedas, sin parpadear y todas con una postura desenfadada, como desconectadas de lo que pasa a su alrededor.
Suena paradójico, pero Ramón sostiene que justamente los casinos son uno de los pocos lugares en los que las mujeres se permiten el placer individual y seguro en el Centro. Las hay de todos los estratos; muchas llegan a pie cumpliendo con una rutina diaria, pero también llegan en carros de gama alta. Pasan todo el día frente a las titilantes pantallas de colores y formas y el sonido metálico que en cuestión de minutos se hace natural.
En una ciudad de adultas mayores sometidas a repetir por generaciones las tareas de cuidado, sometidas a un ciclo interminable de servicio incuestionable a su entorno, para Ramón, la posibilidad de libertad que les ofrecen estos lugares es una de las lecturas obligadas que merece el fenómeno del juego de azar (y por supuesto la ludopatía) en Medellín.
Por eso la ruta sigue al gigantesco bingo del Centro Comercial Orquídea. Al igual que los casinos, es un ambiente seguro para sus parroquianos apostadores pero que identifica y expulsa de inmediato, como glóbulos blancos atacando virus, a quienes no pertenecen allí.
Es un entorno dominado principalmente por mujeres, adultas mayores que de alguna manera encuentran la forma de visualizar en cuestión de segundos y con hasta diez tablas por delante los números que cantan los parlantes.
Hay dos elementos claves para entender el juego como un espacio de placer, aunque limitado, para las mujeres en el Centro: no es público y es individual. Encontrar mujeres en grupo caminando o disfrutando sus calles y lugares sigue siendo una rareza. Aunque parezca difícil de creer, aún en estos tiempos prevalecen reglas de juego de una Medellín que muchos consideran parte del pasado, dice Ramón.
En el pasaje La Bastilla, en Plaza Botero, en Parque Berrío o cualquier otro punto que pueda mencionarse, esos roles impuestos siguen siendo manifiestos: la mujer que atiende, la que sirve, la que complace.
En su tesis de maestría “Espacialidades de las mujeres en el espacio público del Centro de Medellín”, una de las investigaciones más completas en la ciudad sobre urbanismo feminista, Tiffany Botero habla de mujeres que se mimetizan a través de estos papeles. Que forzosa o voluntariamente deciden no hacerse visibles.
En una taberna del pasaje La Bastilla un grupo de mujeres tiene completamente dominado el lugar, son quince mal contadas. Bailan solas y gritan y se hacen sentir. Son compañeras de un almacén y están celebrando el Día de la Mujer. Aunque intenten disimularlo, la gente alrededor contempla con extrañeza y quizás con desconcierto la escena de un grupo de mujeres que se basta para disfrutar en un corredor dominado por hombres y donde la música se combina con los partidos de fútbol que se proyectan compulsivamente en cada pantalla, en cada local.
El asunto del disfrute de la mujer en una zona donde históricamente solo ha estado permitido y legitimado el del hombre es decisivo en toda esta historia.
Recorriendo Junín, Ramón rescata la historia que reconstruyó la periodista Sandra Ramírez sobre las mujeres nadaístas: Dora Merlini, Rosa Girasol, Dora Franco, María de las Estrellas, Raquel Jodorowsky, Rosita Uribe y Patricia Ariza (sí, la exministra de Cultura). Ellas desataron un escándalo en los 60 convirtiendo Junín en su escenario: escandalizando a la moralina con sus manifiestos, con su ropa y con su arte.
Incluso el bar Metropol, centro de reuniones donde nadaístas urdían sus escándalos y provocaciones, terminó quedándoles cortico a esas mujeres y sus declaraciones de libertad artística, sexual y política. Con el tiempo, cuenta Ramón, también el propio nadaísmo les quedaría corto, las asfixiaría ese movimiento controlado principalmente por hombres, muchos de los cuales (comenzando por el mismo converso Gonzalo Arango), terminaron domesticados.
Esas formas de rebeldía, acaso tan simples pero a la vez tan rotundas, la ejercen actualmente las mujeres que llegan incluso desde los pueblos para disfrutar de los sábados y domingos de baile en Parque Berrío, una fiesta popular con unas reglas claras en las que camelladoras de la calle, empleadas domésticas y tantas otras se atavían con sus mejores pintas y llegan en busca de baile, no más que eso. Ellas eligen qué bailan y con quién lo hacen; cuándo llegan, en qué momento se van. Es, dice Ramón, una de las expresiones más poderosas en cuanto a espacios conquistados por las mujeres populares en el Centro de la ciudad.
En el tramo final del recorrido están los sitios de alquiler de vestidos. Para Ramón, los roles e imaginarios de la mujer en el Centro no están completos sin entender la importancia que tuvieron lugares como la Casa Christian, la glamurosa boutique donde las mujeres de las mejores familias compraban su idílico vestido de bodas y también las de clase media después de convertir el ahorro para el vestido en un asunto de primera necesidad.
El sueño de ser por un día de “mejor familia” sigue siendo un elemento cultural arraigado, a pesar de la desaparición de lugares como Casa Christian. Por su lujosa escalera en caracol desfilaban las novias y ahora desfilan vendedoras de un almacén de chucherías y variedades.
En lugares como el Centro Comercial Orquídea, las vitrinas todavía materializan en forma de vestidos de diseños y colores imposibles el sueño de las quinceañeras, o mejor, de sus familias.
La última escala, no muy lejos de allí, es en Barbacoas. Ramón la elige para el final por algo que parece obvio: por ser una pequeña república LGBTQ+, con una carga histórica de casi tres décadas y por bares que tienen un lugar en la historia de la ciudad, como El Machete y Bilitis, emblemáticos bares de la rumba lésbica. Pero también concluye allí por una historia poco conocida. En ese pedazo de la deforme calle Barbacoas que para Ramón es una cicatriz en el trazado psicorrígido del Centro, tuvo lugar por un periodo en los 90 un espacio que ejemplifica el espíritu ingobernable de las mujeres de la ciudad.
Cuando las primeras mujeres comenzaron a interesarse por el fútbol en los barrios como Castilla y San Javier, inmediatamente se ganaron la enemistad de cuanto intolerante hubo. Las fustigaron y acosaron hasta que, en lugar de abandonar la pelota, encontraron un lugar donde jugar a sus anchas.
Allí en Barbacoas se organizaron torneos callejeros de fútbol femenino, fue un espectáculo cuya historia completa amenaza con perderse y que Ramón quiere recuperar. Los fines de semana, con maricas, lesbianas y heteros y cualquier transeúnte como espectadores, las mujeres organizaban sus partidos e, incluso, cuenta Ramón, el Inder llegó a apoyar el espacio en algún momento.
Con todo y lo extenso y variopinto y fascinante de tres horas de recorrido trazando y destrazando los lugares y roles de la mujer en el Centro, esta es apenas una muestra de lo que ofrece este nuevo recorrido que está agendado para el próximo 15 de marzo en una alianza con La Pascasia.