Si los políticos supieran de verdad la fidelidad y la adoración que implica darle un techo a quien no lo tiene, no harían otra cosa que entregar casas. Quizás no hay en el mundo un lugar donde haya más adoración por Pablo Escobar que en la parte alta (antes era la más alta pero ahora de ahí para arriba hay mucha más pobreza) de la comuna 9 de Medellín, el barrio que lleva por nombre el mismo del jefe del cartel de Medellín y que él mismo fundó a mediados de la década de los 80, en el momento cúspide de su carrera criminal, cuando de cuenta suya en la ciudad y en el país corrían ríos de dólares y sangre en proporciones parecidas.
—¿Qué piensa usted de Pablo Escobar?, le pregunto a una mujer de más de 60 a la salida de un evento de la tercera edad en el salón comunal del barrio.
—Que cuando uno es tan perseguido uno tiene que defenderse, esa es mi opinión. En toda parte hubo guerra: a mí me tocó la guerra de Moravia, la guerra de Castilla, la guerra de Vallejuelos, todas las guerras.
Antes de llegar al barrio, Luz Irene, su esposo y sus hijos vivían en un basurero. Recuerda a Escobar yendo a jugar fútbol con los muchachos, entregando útiles escolares para los niños, haciendo reuniones políticas.
—Era un político muy escuchado. Yo todos los votos que alcancé a dar los di por él. Si estuviera vivo todavía votaba por él, porque gracias a Dios por él no me mojo.
Escobar empezó a construir el barrio bajo el nombre de Medellín sin tugurios, una iniciativa con la que pretendía darle techo a miles de personas de los sectores más pobres de la ciudad, los mismos de donde salieron la mayoría de los muertos que dejó la guerra que libró contra el Estado y la sociedad colombiana. Dicen en el barrio que Escobar quería construir mil casas, pero que el Gobierno y los poderosos no lo dejaron terminar y apenas llegó a 200, que además entregó sin puertas ni ventanas ni acceso a servicios públicos: un techo, paredes y un piso. Eso le bastó.
Si uno busca en cualquier mapa de la ciudad, en ninguno le aparece el barrio Pablo Escobar, pero todo el mundo sabe que ahí está, así de las casas de seis metros de frente por doce de largo sin puertas ni ventanas que entregó a quienes en ese entonces vivían en el basurero municipal de Moravia ya no quede casi ninguna. Ahora es un barrio de clase media-baja, de edificios de tres y cuatro pisos en obra blanca, con servicios públicos, calles pavimentadas, cancha de fútbol, jardín de Buen Comienzo y supermercado D1. Las casas son más de 500 y los habitantes más de 20.000. Escobar, el más popular de todos, como Maradona en Nápoles, tiene fotos, afiches, murales y altares en cada esquina.
Hasta hace una semana había un mural que decía “Barrio Pablo Escobar” y tenía la cara del narco muy serio y bien peinado de frente, y de fondo las montañas de Medellín en un atardecer anaranjado; pero funcionarios de la alcaldía y algunos vecinos lo borraron después de la polémica que se armó en la ciudad por cuenta de los murales, los grafitis y lo que es lindo y feo, sucio o limpio.
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El mural, pintado en una fachada que termina en una terraza donde hay un museo de bajo presupuesto de Escobar y del Cartel de Medellín, estaba ahí, con algunas variaciones, desde el 2017, cuando, según cuentan, Juan Pablo Escobar, hijo del narco, dio el permiso y donó la plata para hacer el homenaje. El alcalde Federico Gutiérrez celebró que el mural ya no exista más y se comprometió para que en su lugar se pintara otra cosa que “celebrara la vida”. Pero murales es lo que hay de Escobar en ese barrio, al que la alcaldía pasada quiso, sin éxito, cambiarle el nombre. Subiendo, entrando al barrio, antes de llegar al muro que hoy es gris, está en otra fachada Escobar dando la bienvenida a los visitantes en todos los idiomas, una postal como de aeropuerto. En la pared lateral del muro que ahora es gris está todavía mirando a la calle, a unas escaleras, la cara de Escobar pintada de amarillo azul y rojo con este mensaje: “Más allá de la leyenda que hoy simbolizas; pocos conocen la verdadera esencia de tu vida. Gracias por brindarnos una vida digna”. Es grande, de no menos de 10 metros cuadrados.
La cara interna de ese mismo muro, la que no da a la calle, tiene un mensaje más contundente: “Medellín, plata o plomo” y pintados están Escobar y su primo Gonzalo, elegantes como capos de la mafia italiana, con una botella de whisky en una mano y un cigarrillo en la otra. En el muro del frente, está Escobar pintado de charro mexicano. La foto del narco está en toda la cuadra: en los puestos de lotería, en los supermercados, en las tiendas. El pan de Pablo se llama una panadería, El Patrón se llama la barbería. Todo el día suben y bajan carros llenos de extranjeros. 30 años después de su muerte, el barrio encontró en el mito de Escobar una fuente de ingresos. Primero techo y ahora comida. En la terraza del muro gris, que es la misma del de plata o plomo, hay desde hace casi 10 años (nadie parece recordar la fecha exacta) uno de los tantos museos de Escobar que hay en la ciudad. El lugar es una de las paradas obligatorias de los narco toures que pasan también por su tumba y su cárcel.
El lugar es pequeño. En la terraza hay una escultura del Niño Jesús de Atocha (la figura religiosa favorita del narco) que esculpió la madre de Escobar hace unos 40 años, o eso dicen; al lado de la escultura están puestas alineadas como laminitas del álbum del mundial de fútbol, las fotos de otros asesinos de gran calibre: Gacha, Lehder, los Ochoa. También hay un salón, más pequeño que el mural, repleto de fotografías impresas y de mala calidad.
A partir de esas fotos los guías, casi todos jóvenes, hacen en español y en inglés un recuento de la vida de Escobar: sus orígenes humildes, su familia, sus socios, la afición por los caballos, por los carros, su carrera política, sus obras de beneficencia, su lucha contra el Estado. Lucha, no guerra, es lo que dicen. También hablan de su muerte. Dicen que se suicidó antes de que llegaran los policías del bloque de búsqueda a darle de baja en la terraza de la casa donde estaba escondido. Era tan grande que solo él mismo pudo acabarse. Esa es la idea que dejan mientras los turistas, dichosos y sonrientes, se sacan fotos con una estatua de Escobar, que no es más que un maniquí de plástico vestido de un traje empolvado y una máscara que se consigue en el hueco. Quizás, para dejar la misma idea, pero sin recurrir a la mentira, podrían citar a Gonzalo Arango en su Elegía a desquite: “Lo mataron porque era un bandido y tenía que morir. Merecía morir sin duda, pero no más que los bandidos del poder”.
El aporte por entrar al museo es voluntario y los dueños de la terraza (que no dejan encender la grabadora en la entrevista) dicen que los murales son solo un gancho para atraer a los turistas, que la pintada del mural fue fruto de una concertación, que no hacen apología al delito y que con lo que recogen hacen obras benéficas en la comunidad: torneos de fútbol, festivales de cometas, donaciones, actividades de reciclaje, ¿ya cogieron la idea, cierto?
Los dueños de los museos y los toures dedicados al narcotráfico suelen decir que no hacen apología a la violencia. Es una excusa que les permite omitir los carros bombas, el avión de Avianca, los cientos de policías y miles muchachos pobres muertos, los asesinatos de Fidel Cano, de Lara Bonilla. Si hablaran de eso quizás no les alcanzaría el día entero.
En cambio, el Estado colombiano ha estado del otro extremo: con el argumento de no hacer apología a la violencia, no han escatimado esfuerzos en borrar cuanto quede de Escobar: derribaron el Mónaco, borraron un mural, bajaron el avión de la Hacienda Nápoles y recientemente en la finca La Manuela, en Guatapé, pusieron cuatrimotos y juegos de aventuras.
Para la Alcaldía de Medellín es un tema sensible, tanto que solo el alcalde Federico Gutiérrez está autorizado para hablar del tema.
Y, en diez minutos que dura la entrevista, no se refiere a Escobar con nombre propio ni una sola vez.
En su primera administración, Gutiérrez lideró el derribamiento del edificio Mónaco y en su lugar construyó el Parque Conmemorativo Inflexión, para homenajear a las víctimas del narcotráfico. Por esa posición ha recibido críticas de quienes consideran que es un error anular la conversación eliminando símbolos.
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“No se trata de ocultar la historia, hay que contarla alrededor de las víctimas y no de los victimarios. No se puede permitir que algunas personas pongan como referente a quien tanto mal hizo”, dice.
A veces, en videos de redes sociales, se ha visto al alcalde Gutiérrez regañando comerciantes y turistas por comprar y vender souvenires alusivos a Escobar. En este momento, en el Congreso colombiano hay radicado un proyecto de ley que busca prohibir la comercialización, uso y porte de productos alusivos a Escobar y a otros criminales. Una iniciativa que el alcalde Gutiérrez dice apoyar.
—La gente que viene a Medellín va a seguir preguntando por Escobar, ¿qué les vamos a decir entonces?
—La gente puede ir a conocer la historia bien contada en el Museo Casa de la Memoria, al Parque Memorial de la Inflexión. No necesitamos más de ese turismo y seguramente como sociedad tenemos que insistir más en eso, necesitamos un cambio cultural en el que todos tengamos que aportar.
Es cierto que la ciudad tiene un Museo de la Memoria donde se cuentan algunos de los horrores de la violencia y se rinde homenaje a las víctimas, pero si se compara con los narco toures el partido se va perdiendo por goleada. El museo de Nicolás Escobar, sobrino del narco, es la atracción favorita de los turistas en Medellín, según Tripadvisor, la red social de turismo más importante del mundo. Ni el Parque Inflexión ni el Museo de la Memoria aparecen en el top 20. En el 2024, según información de la secretaría de Turismo, a las escaleras de la comuna 13 fueron 1.600.000 personas, mientras que al Museo de la Memoria entraron 50.000, apenas el 3%. En las escaleras de la comuna 13, una de las principales atracciones es un tipo que se parece a Escobar, como en La Boca hay uno que se parece a Maradona, y hay guías que dice que Escobar fundó ese barrio también. Nadie les refuta nada.