La arrolladora incursión de Donald Trump en la política hace ocho años no solamente ha servido para entender un poco mejor el comportamiento de la sociedad estadounidense, sino que también ha sido muy útil para poner en evidencia el gran precipicio que separa a los pueblos más avanzados, socialmente hablando, de los más retrasados, como lo son, prácticamente, todos los del continente americano, desde Alaska hasta la Patagonia.
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Ahora bien, ¿qué hace que una sociedad sea más desarrollada que otra? Aclaro que para los efectos de esta nota, me refiero a las naciones que se han formado y transformado en un contexto histórico más o menos similar. Es decir, los países que han surgido de la llamada “cultura occidental”, y que han estado influenciados por la visión política, religiosa y cultural de Europa, en especial, con todas sus implicaciones; tanto las positivas como las negativas.
En este orden de ideas, es evidente que no todos los países producto de la evolución geopolítica del Viejo Continente han tenido un mismo nivel de desarrollo, y uno encuentra en ese mismo suelo pueblos tan disímiles como los suecos y los rumanos, los británicos y los albaneses, los franceses y los ucranianos o los alemanes y los portugueses, por mencionar unos cuantos casos aleatorios, en los cuales son más que notorias las diferencias.
El desarrollo de los países socialmente avanzados se mide por el respeto a la vida.
Sin embargo, para medir el desarrollo de una sociedad, hay un índice fundamental que no necesariamente tiene que ver con el crecimiento industrial o el progreso científico, ni con el aumento anual del PIB, el poderío nuclear o el tamaño de su ejército, sino con algo mucho más sutil, pero también más importante: el respeto por la vida y la integridad de las personas. De hecho, en los países más avanzados la vida es sagrada, como diría el gran Antanas, y eso no se discute. El Estado, en primera instancia, protege la vida, y alrededor de esa premisa se definen todas las políticas públicas y se garantizan los demás derechos –como el acceso a la salud, a la educación, etcétera– con el fin de asegurar el bienestar de la población. No en vano, con excepción de Bielorrusia, que es el único país donde se sigue aplicando, la pena de muerte está erradicada de Europa; mientras en otras latitudes hay varias "potencias", países importantes y ricos, en los que la pena capital sigue vigente, como Arabia Saudita, China y Estados Unidos.
El caso de EE. UU. es muy útil para darnos cuenta de que el avance social en nuestro continente es más parejo de lo que parecía, pues se tendía a dar por descontado que ese país, y en cierta medida Canadá, eran de "mejor familia", mientras los demás –del Río Grande hacia abajo– pertenecían a una categoría inferior. Y aunque es verdad que en EE. UU. se han producido grandes avances académicos, tecnológicos, industriales, militares y económicos, también es cierto que buena parte de la sociedad estadounidense es tan primaria como en cualquier país del trópico, cosa que no debería extrañar a nadie, si se tiene en cuenta que, al igual que EE. UU., se trata de naciones relativamente jóvenes, con algo más de dos siglos de soberanía, y todavía en proceso de desarrollo; situación que contrasta con la de Europa, cuyos países se han conformado, desintegrado y reconstruido a lo largo de varios milenios.
Esta circunstancia no solo ha sido identificada, sino muy bien aprovechada por Donald Trump, quien sigue gozando de gran popularidad, a pesar de su estilo chabacano, sus problemas legales, su escasa formación intelectual y sus discursos incendiarios. Su éxito es una prueba indiscutible de que en Estados Unidos –con todo y su etiqueta de "país desarrollado"– los electores pueden ser tan básicos como los latinoamericanos. Al fin y al cabo, la plata, lo que no arregla, lo disimula.
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Vladdo Vladdo