El sombrero vueltiao –no volteado, como algunos dicen, ya que ese concepto describe más a políticos de la Colombia reciente–, símbolo cultural no solo de la costa Caribe sino de Colombia entera, se ha puesto de moda por el episodio conocido ya como el “intercambio de sombreros” en Montería entre el presidente Petro y su otrora enemigo, el antes comandante paramilitar comprometido con muchas de las peores masacres, torturas, asesinatos y desplazamientos cometidos durante el llamado conflicto armado.
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Esa nueva ‘camaradería’ nos recuerda a muchos el vergonzoso espectáculo del mismo Mancuso, durante el gobierno Uribe, entrando cual triunfador a un Congreso del que él mismo decía tenía comprada más de la tercera parte. Por la misma época su jefe, Carlos Castaño, en una hábil campaña de lavado de imagen logró que lo presentaran como ‘salvador’ y que algunos sectores de la derecha lo consideraran hasta posible candidato presidencial.
Muchas reflexiones debe suscitar este espectáculo justificado con el anhelado propósito de conseguir la llamada 'paz total' a como dé lugar. Es cierto que el fenómeno paramilitar surgió como una reacción a los abusos y crímenes de la guerrilla, principalmente las Farc, el Eln y el Epl. Fue engañoso el argumento de que los paramilitares "salvaban" al país de la guerrilla. Basta con pensar que la mayoría de sus víctimas fueron civiles y casi nunca se trató de guerrilleros muertos en combate. También se dejó de lado que el fenómeno no hubiera podido darse sin la acción u omisión de sectores de la Fuerza Pública y la financiación de empresarios y ganaderos, como pudo constatarse en algunos de los procesos de Justicia y Paz y mencionado ahora en la JEP.
Salvatore Mancuso es uno de quienes tienen las llaves para que Colombia conozca todo el horror del paramilitarismo.
Cuando la JEP quiso incluir a Mancuso en la justicia transicional, el argumento fue que él era una especie de "bisagra" con la Fuerza Pública. Como los paramilitares no enfrentaban al Estado para tomarse el poder –como la guerrilla de antes con objetivos políticos–, sino que se asociaban con sectores del mismo Estado, nunca pudieron ser considerados delincuentes políticos. Inicialmente, la ley de Justicia y Paz quiso darles una amnistía disfrazada, pero la Corte Suprema le salió al paso y lo que quedó –con relativo éxito para la desmovilización de esos aparatos criminales– fue una ley de sometimiento, con penas de entre cinco y ocho años, a condición de que confesaran sus crímenes y contaran toda la verdad, cosas que no siempre ocurrieron.
A pesar de la relación entre paramilitarismo y narcotráfico, que también se daba en el caso de la guerrilla, el gobierno Uribe se comprometió a no extraditarlos a condición de que no siguieran delinquiendo. Para extraditarlos, intempestivamente el Gobierno alegó que tenía pruebas de que seguían delinquiendo. Algunos paramilitares y sectores de la opinión alegaron que se había extraditado la verdad, aun cuando, hay que decirlo, desde el exterior siguieron declarando.
Mancuso y los demás jefes paramilitares extraditados, qué ironía, estuvieron presos por exportar coca a EE. UU. y no por asesinar, torturar, desplazar y secuestrar. Algunos de esos paramilitares recobraron la memoria, pero de manera selectiva. En las múltiples entrevistas radiales, Mancuso siempre deja la idea de que sabe más, pero que todavía no da nombres. Él es uno de quienes tienen las llaves para que Colombia conozca todo el horror del paramilitarismo, incluida la participación de agentes del Estado y de la sociedad.
Eso es lo que se le tiene que exigir para conservar los beneficios que ya tiene sin haber dicho toda la verdad ni reparado integralmente a sus miles de víctimas. Su reparación no se debe limitar a un "pido excusas desde el corazón" que, por cierto, hasta ahora no lo desciframos. No está bien que se siga abusando del concepto de "gestor de paz".
Bienvenidos los gestos de paz y reconciliación, pero no los espectáculos que razonablemente pueden ser vistos como crueles y ofensivas bofetadas a las víctimas. Ojalá no estemos frente a un fenómeno de lavado no de activos sino de imagen, como se pretendió hacer con Carlos Castaño. Es verdad que en la búsqueda de la paz hay que tragarse unos cuantos sapos, pero no tan grandes que ahoguen la verdad y el sentido de justicia.
Alfonso Gómez Méndez