Hoy somos, pero también es cierto que estamos en permanente cambio, desde el momento en que nacemos. Esta transformación, aunque inevitable, no siempre es consciente para todos. Muchos lo han notado, pero otros tantos pasan por la vida sin percibirlo tan claramente. No somos los mismos de hace 5, 10 o 20 años. Evolucionamos cuando aprendemos a caminar, a hablar, a decidir por nosotros mismos. Cambiamos con cada experiencia, cada error, cada acierto.
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Este proceso constante de evolución nos invita a cuestionarnos y a ser curiosos sobre el mundo que nos rodea. Es a través de ese cuestionamiento como nos volvemos más conscientes, más críticos y, en última instancia, más dueños de nuestro propio aprendizaje.
Recientemente, en un viaje de trabajo a Londres, me di cuenta de manera más tangible de cómo las ciudades, los países, los territorios, al igual que las personas, también evolucionan. Londres, que fusiona pasado y futuro, es el escenario perfecto para observar esa transformación. Al llegar, me sorprendió lo familiar que me resultaban las personas, sus ropas, el ritmo de la ciudad, era algo que podría encontrar en Bogotá: botas, chaquetas, ropa de colores neutrales. Sin embargo, a medida que caminaba por sus calles, la comparación se desvanecía.
Aunque al principio Londres y los colores de su gente me evocaban a Bogotá, muy pronto noté que, en términos de infraestructura, se encontraba años en el futuro. Un ejemplo claro es su sistema de transporte. La primera línea del metro se inauguró en 1863, y en 1890 ya contaban con la primera locomotora eléctrica. Hoy, la red tiene 11 líneas, 272 estaciones y más de 400 kilómetros de extensión. Aunque se conoce como el Underground (subterráneo), solo el 45 % del sistema está bajo tierra; el resto está en la superficie. No obstante esta enorme infraestructura, el metro a veces se ve sobrepasado, pues Londres alberga a más de 8 millones de habitantes, unas 700.000 personas más que Bogotá.
El verdadero avance está en escuchar, dialogar y consensuar, más que en ganar una discusión.
La ciudad es una mezcla fascinante de modernidad y tradición. Castillos, edificios del siglo XVIII conviven con arquitecturas contemporáneas, combinando estilos como el barroco y el palladianismo con altos edificios de vidrio. Pero, no obstante su historia, Londres no está atrapada en su pasado. Sus habitantes no se transportan en carruajes ni andan con sombreros de copa. Las mujeres, en lugar de estar en casa con vestidos largos y guantes blancos, llevan abrigos y jeans, y caminan rápidamente por las calles rumbo al trabajo. Aún persiste la monarquía, pero compartida con un sistema parlamentario.
Londres respeta su historia, pero no vive en ella. La aprovecha para construir su identidad caminando con decisión hacia el futuro. Es una ciudad vibrante, rica en cultura y diversidad. No es perfecta, pero es un modelo de evolución constante, un lugar que invita a la reflexión y el aprendizaje. Nos recuerda que es esencial abrir nuestras mentes a nuevas realidades, a mirar más allá de nosotros mismos. Hay otros caminos que aún no hemos recorrido, y observar cómo otros ya los transitan nos puede enseñar mucho.
A veces, uno de nuestros errores en la evolución de nuestro país es pensar que es más importante tener un punto de vista que entender varios puntos de vista. En ocasiones, nos centramos tanto en defender nuestra postura que olvidamos que el verdadero progreso viene de entender múltiples perspectivas y encontrar un punto en común. El verdadero avance está en escuchar, dialogar y consensuar, más que en ganar una discusión.
Londres es una invitación a un pensamiento abierto, a respetar lo que fuimos, pero siendo conscientes de lo que seremos. La evolución es inevitable. Transformarnos, ser flexibles de pensamiento, nos permite crecer, ser mejores. Debemos actuar más y discutir menos; dialogar, construir y consensuar para avanzar.
Patricia Rincón Mazo