Hace un par de semanas, el gobierno del presidente Gustavo Petro y la Universidad de John Hopkins copatrocinaron un gran evento en Washington para ‘socializar’ en la capital estadounidense la próxima COP16 sobre biodiversidad que arranca este mes en Cali.
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Al evento, además de académicos y expertos, asistieron el canciller de Colombia, Luis Gilberto Murillo, y John Podesta, el enviado especial para el Clima del presidente Joe Biden, una clara prueba del respaldo que le ofrece esta administración demócrata a la cita y en un tema donde ambos gobiernos parecen estar en la misma página.
Salvo por un pequeño problema: Estados Unidos no asistirá de manera oficial porque no forma parte del Convenio sobre la Diversidad Biológica (o CDB), el tratado internacional adoptado en la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro de 1992 y que estableció la COP (o Conferencia de las Partes) como su órgano rector.
De hecho, Estados Unidos es el único país del mundo que no ha ratificado la Convención, una espina que sigue enquistada en el costado del CDB desde su fundación y de enorme impacto al tratarse de la nación más rica y poderosa del mundo. Algo que se vuelve más visible cada dos años cuando el planeta se da cita para alinear políticas en este frente.
Luis Gilberto Murillo.
Claudia Rubio. Archivo EL TIEMPO
Los nacionalistas conservadores en Estados Unidos (incluido el Senado) llevan mucho tiempo desconfiando de los acuerdos internacionales. Los ven como esfuerzos de Naciones Unidas y de gobiernos extranjeros para imponer restricciones a la independencia constitucional de Estados Unidos, interferir con la actividad del sector privado estadounidense y crear esquemas redistribucionistas
La explicación de esta notable ausencia tiene mucho de política y algo de intereses comerciales.
Desde que se comenzó a discutir el tema en la década de los ochenta, los republicanos y ciertos sectores de la industria de la biotecnología se han opuesto al tratado alegando que este infringiría la soberanía estadounidense, pondría en riesgo los intereses económicos y les impondría una carga financiera.
Curiosamente, dice William Snape, abogado ambientalista y decano asistente de la American University y asesor principal del Centro para la Diversidad Biológica, Estados Unidos fue uno de los principales promotores del CDB en la recta final de su aprobación, pues entendía que era necesario un acuerdo que hiciera frente a una preocupación de entonces y que persiste hoy.
Pero, cuando fue sometido a consideración en la conferencia de Río, el entonces presidente George H. Bush enfrentaba una dura campaña de reelección contra Bill Clinton, gobernador de Arkansas.
La Cop 16 será uno de los mayores eventos diplomáticos de los últimos años en el país
EL TIEMPO
Un importante segmento de su partido (el Republicano) se oponían a algunos de los conceptos básicos del CDB. Principalmente, el que habla de compartir los recursos de la biodiversidad y genéticos de una manera “justa”.
Las empresas de biotecnología, que hicieron lobby en oposición, temían que se les forzara a compartir sus derechos de propiedad intelectual. De igual forma, que Estados Unidos terminaría siendo responsable de ayudar a naciones más pobres a proteger sus recursos naturales y que el acuerdo establecería más regulaciones ambientales.
Pese a que decenas de naciones firmaron, entre ellos Reino Unido, China y Canadá, la Casa Blanca se abstuvo.
Pero en noviembre de ese año, Clinton ganó las elecciones y decidió firmar el tratado, que era defendido por los ambientalistas y demócratas en el país. La ratificación del mismo en el Senado, el órgano del Congreso encargado de dar el visto bueno para este tipo de acuerdos internacionales, terminó siendo más complicada.
Aunque un comité bipartidista de la Comisión de Relaciones Exteriores le dio su visto bueno luego de que Clinton incluyó garantías de que el acuerdo no comprometía los derechos de propiedad intelectual, un grupo de legisladores republicanos se atravesaron e impidieron que el acuerdo fuera aprobado en la plenaria de la Cámara alta, donde eran necesarios 67 votos o las dos terceras partes. Desde entonces, ningún otro presidente estadounidense —ni siquiera los demócratas Barack Obama ni Joe Biden— han vuelto a presentar el acuerdo para ratificación en el Congreso.
El presidente Joe Biden.
AFP
Sin votos
Si bien el tema de la protección de la biodiversidad es uno de los pocos en donde existe algún consenso en Estados Unidos, nadie cree que existan los 67 votos que requiere la Convención para avanzar.
Donald Trump, de hecho, fue un firme opositor de la ratificación de este tipo de tratados durante su primer mandato, y el Proyecto 2025, que lidera el Heritage Foundation y establece una hoja de ruta para un posible segundo, pide bloquear la ratificación del CDB.
“Los nacionalistas conservadores en Estados Unidos (incluido el Senado) llevan mucho tiempo desconfiando de los acuerdos internacionales. Los ven como esfuerzos de Naciones Unidas y de gobiernos extranjeros para imponer restricciones a la independencia constitucional de Estados Unidos, interferir con la actividad del sector privado estadounidense y crear esquemas redistribucionistas”, escribe Stewart Patrick, director de Instituciones Internacionales y Gobernanza Global del Consejo de Relaciones Exteriores.
Biden, de hecho, ha intentado dar marcha atrás a muchas de las políticas antimedioambiente que se establecieron bajo Trump. Entre ellas, reintegrar al país al acuerdo de Cambio Climático de París de 2016, que el republicano tumbó a su llegada a la Casa Blanca.
Pese a ello, no ha dado pasos en pro del CDB y otros tratados internacionales, pues sabe que su ratificación legislativa es costosa en términos políticos y tiene poco futuro.
Lo lamentable, dice Patrick, es que EE. UU. no perdería nada en caso de unirse a la Convención, pues sus normas domésticas y políticas ambientales ya están a la altura de lo requerido por la CDB.
“Estados Unidos ya cumple con los términos sustantivos del tratado: posee un sistema desarrollado de áreas naturales protegidas y cuenta con políticas para reducir la pérdida de biodiversidad en áreas sensibles”, sostiene Patrick. Aparentemente, el problema, como sucedió hace 22 años, es el clima político, que sigue siendo igualmente tóxico que en ese entonces.
SERGIO GÓMEZ MASERI
CORRESPONSAL DE EL TIEMPO
WASHINGTON
Sergio Gomez Maseri