intelIGENCIA/Serge Schmemann
En el 2015, cuando Angela Merkel, la ex Canciller de centroderecha de Alemania, se negó a cerrar las puertas de su país a los solicitantes de asilo que llegaban a Europa, recibió ramos de flores de los liberales, pero también gritos burlones de la extrema derecha y quejas de los vecinos europeos molestos porque Alemania estaba tomando unilateralmente la instancia suprema sin tener en cuenta sus intereses.
Nueve años después, han cambiado las cosas. En septiembre, el Gobierno del Canciller Olaf Scholz, un socialdemócrata de centro izquierda, ordenó controles fronterizos a lo largo de las fronteras occidentales y septentrionales abiertas de Alemania para pescar a inmigrantes indocumentados. Los controles ya estaban en vigor en las fronteras oriental y meridional.
Una vez más, los vecinos se enfurecieron. Allí estaba Alemania rompiendo una vez más la solidaridad europea, cuando toda la Unión Europea se sentía abrumada por una creciente marea de inmigrantes de Medio Oriente, África y, más recientemente, Ucrania.
Ahora que la inmigración se había convertido en un grave problema político para Berlín, los alemanes estaban empujando a refugiados no deseados de regreso a países vecinos que tenían el mismo pobre interés en acogerlos y no tenían mayor responsabilidad para hacerlo.
La migración masiva de personas que buscan refugio de la guerra y la pobreza en democracias prósperas se ha convertido en un gran reto del siglo 21. Una repercusión común ha sido el surgimiento de movimientos de extrema derecha, que alimentan temores populares, y a menudo errados, de que tribus invasoras roben empleos y prestaciones, propaguen el terrorismo y la delincuencia y diluyan las culturas e identidades nacionales. La extrema derecha recientemente obtuvo grandes resultados en las elecciones al Parlamento Europeo y en Francia, y la inmigración es un arma principal en la campaña presidencial de Donald Trump.
Alemania, la potencia económica de Europa y un Estado con generosos servicios sociales, ha sido un destino principal para los refugiados. A finales de junio su número alcanzó un récord de 3.48 millones de refugiados y otras personas que huyen de conflictos, incluyendo ucranianos, sin duda la mayor cantidad en cualquier Estado europeo.
El público ha reaccionado en consecuencia. Una encuesta reciente en Alemania encontró que el 44 por ciento de los encuestados dijo que la migración y los refugiados son el problema más apremiante del País, y alrededor del 77 por ciento dijo que Alemania necesitaba un cambio en sus políticas.
Una consecuencia ha sido el rápido ascenso de Alternativa para Alemania, o AfD, un partido de extrema derecha que se ha transformado en un partido rabiosamente antiinmigración y antimusulmán que el servicio de inteligencia alemán ha clasificado como “presunto extremista”. El AfD, que alguna vez fue un actor político marginal, quedó en primer y segundo lugar, respectivamente, en las elecciones estatales en los Estados orientales de Turingia y Sajonia. Esas elecciones se produjeron tras la furia popular por un ataque con cuchillo en la ciudad occidental de Solingen, presuntamente perpetrado por un sirio cuya solicitud de asilo había sido denegada.
A los socialdemócratas les fue bien en las recientes elecciones en Brandeburgo, pero la victoria fue escasa. Se estima que el AfD quedó en segundo lugar por apenas uno o dos puntos porcentuales, y las encuestas de salida indicaron que tres cuartas partes de los que votaron por los socialdemócratas lo hicieron sólo para bloquear al AfD.
Al anunciar la ampliación de los controles fronterizos, la Ministra del Interior alemana, Nancy Faeser, explicó que la medida era necesaria para proteger contra “peligros graves planteados por el terrorismo islamista y los delitos graves”. Las normas de la Unión Europea sí permiten controles temporales durante seis meses, pero sólo “como medida de último recurso, en situaciones excepcionales”.
Los vecinos de Alemania no lo consideraron así. Lo que vieron fue un Gobierno inestable en una situación política desesperada que intentaba cooptar parte del trueno político de la derecha.
Austria ya ha declarado que no aceptará a nadie rechazado por Alemania, mientras que Geert Wilders, cuyo partido antiinmigración obtuvo la mayor proporción de escaños en las elecciones holandesas el año pasado, preguntó: “Si Alemania puede, ¿por qué uno no?”.
Lo que sucede en Alemania invariablemente adquiere un significado especial, en parte porque es el país más poblado de Europa, pero también por su pasado nazi.
Pero lo que más molesta a los vecinos de Alemania en estos días es lo que ven como un vecino grande, poderoso y autoritario que presta cada vez menos atención a los elevados principios de la solidaridad europea, particularmente en una cuestión tan complicada y extendida en Europa como la migración.
“Se percibe como arrogancia alemana cuando Alemania toma decisiones unilaterales sobre migración a expensas de sus vecinos sin coordinar la acción con ellos”, dijo Liana Fix, miembro para Europa en el Consejo de Relaciones Exteriores.
Sin embargo, actuar en su propio interés e irritar a sus vecinos en el proceso no resolverá el problema de los inmigrantes de Alemania —o de Europa. El problema en toda Europa es que, si bien la migración incontrolada genera dolores de cabeza políticos, existe una gran necesidad de mano de obra calificada. Eso requiere una acción en toda Europa y, a pesar de diversos planes y propuestas, el objetivo de reducir las cifras sigue siendo difícil de alcanzar, y es probable que siga siéndolo mientras las democracias ricas como Alemania sigan siendo un faro de esperanza para los pueblos que sufren.