Contemplar el pesebre de Venecia es como abrir un gigantesco libro de cuentos donde cada detalle tiene algo para decir. Al fondo, una cueva monumental, iluminada por estrellas que parecen tocar el cielo, marca el lugar donde nació Jesús. Pero alrededor de esta escena sagrada se despliega un microcosmos en donde se entrelazan historias bíblicas, escenas de la vida cotidiana antioqueña y hasta cuentos infantiles.
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En este universo, la línea entre lo sagrado y lo cotidiano se difumina, permitiendo que un campesino paisa comparta espacio con los Reyes Magos, y que un río de papel aluminio conecte aldeas lejanas con el portal de Belén y la casa de Blanca Nieves.
El pesebre de este año, que ocupa 332 metros cuadrados y utiliza 2 kilómetros de cableado eléctrico, se extiende como un pueblo vivo en miniatura, con sus 2.950 habitantes y 400 edificaciones construidas con madera, tejitas y baldosas a escala. Pero no es solo el tamaño lo que impacta; son los detalles los que convierten esta obra en un espectáculo visual y emocional.
Detrás de esta obra está Luis Fernando Betancur, un arquitecto que lleva más de 20 años en este oficio.
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Su creación es un homenaje a las historias que construyen un pueblo, a las pequeñas anécdotas que dan vida a sus tradiciones. Cada año, Luis Fernando dedica un mes entero al montaje y con un bloc de notas va apuntando cada día una idea distinta para agregar el año siguiente. Para él, darle vida a ese universo en miniatura, más que un arduo trabajo, se ha convertido en un ritual.
Betancur comenzó a construir pesebres siendo apenas un joven que soñaba con ser arquitecto. Su primera obra la donó en los años 80, y desde entonces, su dedicación al arte navideño creció como un incendio en hierba seca.
Cada figura de este pesebre, tallada a mano y cuidadosamente seleccionada, cuenta una historia. Hay un zapatero con su martillo y banco, una modista con hilo y aguja, y hasta un sepulturero, una figura que recuerda que la vida y la muerte también hacen parte del relato de una comunidad.
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En octubre empieza a montar las estructuras, a recuperar lo que se averió del año anterior, lo que se magulló en el traslado y montaje, a pintar las casitas y ensamblar los personajes, todo con la meticulosidad de un relojero.
Para él, no hay tarea pequeña: desde moldear los rostros con plastilina y afinar los rasgos de cada diminuto habitante, hasta asegurarse de que cada luz brille con la intensidad justa, todo es parte del encanto.
El resultado es un escenario que tiene vida propia. En la punta, justo junto al sagrario del templo, está la cueva con el pesebre, pero alrededor se despliega un pueblo entero. Las casitas, con sus tejados rojos, cuadros del sagrado corazón de no mas de dos centímetros, transportan a cualquiera a esos paisajes de montaña que caracterizan a Antioquia.
Cada casita tiene su construcción de tejas, todas colocadas a mano, vitrales creados con acetato de aluminio y piedras abriendo paso al sendero del pueblo. Un trabajo que podría parecer interminable.
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En este mundo en miniatura, todo cuenta una historia. Hay un río cristalino que serpentea entre las montañas, donde los visitantes conservan la tradición de revestir una moneda con un deseo, manifestarlo con los ojos cerrados frunciendo el ceño y lanzarla hasta que salpique el agua y se cumpla. Antes de la inauguración, el río ya contaba con unos 20 deseos en monedas de quinientos.
En sus orillas, escenas cotidianas cobran vida: un campesino carga un bulto de café, una madre cuida a su hijo bajo la sombra de un árbol, y un grupo de niños juega a la ronda, ajenos al paso del tiempo.
Más allá, un tren recorre una vía férrea sinuosa, impulsado por un motorcito que da vueltas sin descanso.
Pero no todo es ficción en este pesebre. Entre los personajes, hay figuras que rinden homenaje a personas reales.
Una de las más recientes es Ovidio, el antes vendedor de coco del pueblo. Ovidio fue una figura entrañable para todos, conocido por su sonrisa amplia y su habilidad para partir cocos con un solo golpe. El 25 de junio, la avalancha que arrastró los hogares de 200 habitantes del municipio, se llevó consigo el cuerpo de Ovidio. Tras dos semanas de búsqueda nunca apareció.
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Para Luis Fernando, incluirlo en el pesebre fue una forma de mantener viva su memoria. Allí está ahora, como si nada hubiera pasado, llevando en sus manos una bandeja llena del coco fresco que paseaba por todo el pueblo.
Las historias del pesebre no se limitan a lo local, también incluyen referencias bíblicas y hasta cuentos de la infancia. Figuras como el flautista de Hamelín o Ricitos de Oro añaden un toque de fantasía que encanta a los más pequeños. “Quiero que este pesebre sea para todos, que los niños se acerquen y les fluyan preguntas sobre los personajes y se les despierte esa curiosidad”, dice Luis Fernando.
Más allá de los detalles visuales, este pesebre es sobre todo un espacio para el encuentro.
Familias enteras se reúnen para recorrerlo, mientras los abuelos cuentan historias de cómo era la Navidad en su época. Los niños, por su parte, descubren las tradiciones de sus mayores, creando un puente entre generaciones.
En un rincón, una modista cose con hilo y aguja, recordando que antes de las tiendas y las grandes marcas, la ropa era hecha a mano, con dedicación y minucia. Más allá, un zapatero repara un par de botas, mientras un campesino siembra semillas en una parcela diminuta.
Cada figura es un homenaje a los oficios que han moldeado a las comunidades rurales. Pero también hay espacio para lo inesperado: un perro ayuda a un preso a escapar, y en una esquina, un sepulturero cava una pequeña tumba, como recordatorio de que la vida y la muerte van de la mano en cualquier relato.
Luis Fernando asegura que su objetivo es entretener y educar. Por eso, cada año incluye nuevas figuras o escenas que reflejan aspectos de la cultura y la historia. Sin embargo, siempre mantiene un tono alegre y esperanzador. Aunque ha considerado incluir momentos más solemnes de la vida de Jesús, como la crucifixión, prefiere evitarlo. “Este pesebre es para celebrar, para recordar lo bueno y lo bonito de la vida”, dice con una sonrisa.
El año pasado, se estima que más de 42.000 personas visitaron el santuario de San José para ver el pesebre, revitalizando la economía local.
Este año, con una meta de superar esa cifra, el municipio espera una afluencia que reactive el turismo, todavía golpeado tras la avalancha de junio.
“Cuando veo a la gente maravillada, siento que todo el esfuerzo tiene sentido”, añade Luis Fernando, insistiendo en que sueña que algún día el montaje haga parte de una exhibición permanente que atraiga visitantes durante todo el año.
Inspirado por un viaje a Alemania, Betancur visualiza una Venecia donde la tradición navideña sea un motor constante de turismo y cultura a través de esta época decembrina.
Y es que este pesebre es un reflejo de lo que somos. Cada personaje, cada escena, cuenta una parte de nuestra historia, de nuestras raíces.
Es un recordatorio de que la Navidad no es solo una fecha en el calendario, sino un momento para reconectarnos con la familia, las tradiciones y la magia del compartir.
Al final del recorrido, para muchos espectadores resulta imposible no mirar atrás una vez más y detenerse a pensar en los detalles que pasaron desapercibidos.
La cueva iluminada por estrellas al costado del montaje, que al principio parecía el centro de todo, ahora se ve más pequeña, más sencilla en la infinidad de relatos que tiene cada casa de ese microcosmos.
Este pesebre es un homenaje vivo, un rincón donde el tiempo parece detenerse y donde cada Navidad la invitación es a recordar, a imaginar y a celebrar las maravillas de lo cotidiano.