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‘La mujer del canciller’, una novela que llega llena de sensualidad
Redacción El Tiempo
06 de enero 2025 , 11:11 p. m.
06 de enero 2025 , 11:11 p. m.
‘La mujer del canciller’, una novela que llega llena de sensualidad
Lea un fragmento del más reciente libro de la periodista y escritora Dora Glottman.
Dora Glottman
Redacción El Tiempo
Aquilino Mendoza fue en lo primero que pensó Bárbara antes de abrir los ojos. Repasó en su memoria el rostro del atractivo empresario, su sonrisa inmaculada y el olor de su agua de colonia cuando se le había acercado a hablarle. Aún con los ojos cerrados, imaginó sus manos descubriendo su cintura, acariciando sus senos, y quiso sentir el peso de su cuerpo sobre el suyo. Y su boca se hizo agua imaginando ese beso prohibido. Recordó el atrevimiento de Aquilino a la hora de proponerle un encuentro privado y el placer que sintió al ser dueña de su atención. Entendió en ese momento por qué le decían “ruleta rusa”, era fácil correr con la mala suerte de enamorarse de él.
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Despertar pensando en un hombre que no fuera Andrés o alguno de sus hijos no fue la única novedad esa mañana. Era la primera vez que Bárbara tenía fantasías sexuales. Todavía no podía creer que se hubiera puesto un vestido que en otras circunstancias habría considerado vulgar. Pasó ligeramente sus manos por entre sus muslos y, aunque la sola cercanía con su sexo le parecía prohibida, el recuerdo de Aquilino casi vence su represión por unos segundos.
Poco a poco se convertía en una mujer capaz de desear. Ya no era exclusivamente el objeto de desfogue mecánico de su marido, sino una cazadora que podía salir en busca de su propia presa. Un concepto revolucionario en su mentalidad de “niña buena”. Imaginó a Aquilino desnudo a su lado, su mirada clavada en ella, y saboreó en su imaginación el olor de ese hombre, que había quedado impregnado en su piel.
“Buenos días. Me pasa el celular, por favor”, le dijo a su niñera, quien la miró con la misma curiosidad con la que la recibió la tarde que llegó cargada con docenas de rosas rojas. Era extraño que Bárbara leyera sus mensajes antes de terminar de repasar el periódico. La empleada estaba sorprendida por los pequeños cambios que notaba en ella, pero no estaba tan aterrada como la noche anterior, cuando la vio salir a una cena, sin su marido, luciendo un apretado vestido. La señora de la casa parecía estar explorando otra manera de ser y, para William y ella, que conocían las andanzas del doctor Andrés, cualquier acto de rebeldía por parte de la patrona era justo. En el poco tiempo que William llevaba siendo el encargado de la seguridad de Bárbara, había entablado una discreta y honesta amistad con Herminda, que se basaba, en gran parte, en el cariño de ambos por la niña Babis y en su odio compartido contra el canciller.
Dos mensajes en su WhatsApp emocionaron a Bárbara y a la vez la asustaron. El primero era de Raquel y decía: “No estarás dudando comerte a ese señor. Llámame apenas te despiertes, ¡urgente! Tenemos que analizar el siguiente paso”. El otro mensaje era de Elena y la dejó aún más perpleja: “Aquilino quedó enloquecido contigo. Te quiere ver esta semana porque la siguiente vuela a Europa. Ven a mi casa a almorzar hoy mismo, te tengo que dar un par de lecciones antes de mandarte a la boca del lobo”.
Lo primero que hizo Bárbara fue llamar a Raquel y le contó los pormenores de la noche anterior, incluyendo que anotó en su celular el número de Aquilino y le prometió confirmar la invitación.
–Escríbele ya –ordenó, impulsiva, Raquel.
–Estoy asustada.
–No tienes nada que perder y sí mucho que ganar –insistió Raquel–. ¡Tu marido es un mujeriego asqueroso y además está incomunicado en una isla comunista! ¿Qué más le puedes pedir a la vida?
–Es sexo sin amor, Raquel.
–¿Acaso el sexo con Andrés es amor? ¿Tú no te das cuenta de que cuando llegaba a follarte borracho y a las malas, eso era una violación? Aunque sea tu marido. ¿Y crees que ahora tu sexo matrimonial una vez al mes es por amor? Es limosna. Lo de Aquilino no será amor, pero es, sin duda, lo más divertido que te ha pasado en mucho tiempo. ¡Escríbele ya! –exclamó Raquel, indignada.
–Esto no es fácil para mí, tenme paciencia.
Portada de ‘La mujer del canciller’.
Archivo particular
Bárbara se despidió con la promesa de que le escribiría a Aquilino durante el transcurso del día. La sola idea de tomar la iniciativa frente a un hombre con una intención evidentemente sexual le era tan extraña que no pudo terminar el desayuno. Sin embargo, tenía que darle la razón a Raquel. Aquilino era lo más divertido que le había pasado en años y no quería que su personalidad saboteara ese momento. Le contestó a Elena que almorzaría con ella y sonrió cuando su nueva amiga le dio la misma instrucción que le había dado Raquel: “Escríbele ya a Aquilino”. Rumbo al club, Bárbara se comunicó con su mamá y sus hijos, como siempre, y antes de bajarse del carro, intentó llamar a Andrés a su celular, pero no contestó. “Mejor”, pensó mientras entraba al vestier de la piscina; se sentía más valiente al saberlo lejano. Su mente estaba en Aquilino. A pesar de la presión que ejercían sobre ella Raquel y Elena, no fue capaz de escribirle. Hacerlo era dar un paso que, más allá de acercarla a la infidelidad, también la enfrentaba a las inseguridades de su propia sexualidad.
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Después de su rutina de ejercicio, y rumbo a la casa de Elena, se dio cuenta de que sus sentimientos hacia ella eran contradictorios. No podía negar que la halagaba y entretenía la atención que le daba últimamente, pero le era sospechosa. ¿Qué interés podía tener en ella como para dedicarle tanto tiempo? Elena Vélez pareció adivinar sus pensamientos, pues lo primero que hizo la anfitriona al sentarse en el mismo comedor donde habían cenado la noche anterior fue explicarle lo que la motivaba a ser su confidente:
–Yo vengo de un pasado de placer y lujuria, pero me da la sensación, querida Babis, de que tu vida es justo lo contrario. Llevas años de monogamia, pero sospecho que de muy poco placer y alegría.
Su apreciación dejó a la invitada sin palabras, sintió vergüenza al notar que su infelicidad era tan obvia. Elena añadió una confesión:
–Además, hice sufrir a muchas esposas y ahora estoy de su lado, así que aprovecha mi experiencia.
A su invitada la conmovió ver el lado noble de la mujer que, en efecto, había sido la pesadilla de muchas esposas. Decidió confiar en ella y abrirle su corazón.
–Tal vez tengas razón sobre Aquilino, pero no he sido capaz de escribirle. Me da vergüenza confesarte que tampoco sabría qué hacer estando sola con él.
–Me lo imaginé, querida. La buena noticia es que no tienes por qué quedarte así. Eres joven y hermosa, pero desafortunadamente muy mal casada.
–Sí –reconoció Bárbara–, pero serle infiel a Andrés con Aquilino tampoco va a resolver nada.
–El solo atreverte va a darte un nuevo sentido de libertad y amor propio. Sé que no estamos hechas de lo mismo. Para mí, ser amante fue un arte. Pero tú no conoces ese placer y estás desperdiciando tiempo y belleza.
–¿Y qué debo hacer para ser buena amante? –preguntó Bárbara, sorprendida al darse cuenta de que empezaba a tomarse la lección en serio.
–En la cama es fácil –fue lo primero que le aconsejó Elena–. Lo único que debes hacer es dejarte llevar, disfrutarlo mucho y dejárselo saber a tu pareja. En la alcoba, deja a un lado el pudor, los tabús, los límites, y déjate adorar. Y si quieres una relación de amantes que vaya más allá de la cama, te dejo cuatro palabras que son la ley: complicidad, amistad, lealtad y discreción.
La curtida seductora, a quien relacionaban románticamente en su época de soltera con presidentes, millonarios e intelectuales, le ofreció a Bárbara una clase magistral sobre el arte del adulterio.
Elena empezó por decirle que la complicidad era lo más importante entre los amantes. “Es un pacto de silencio que va desde lo que hacen en la cama hasta los secretos que salen a la luz cuando los cuerpos, cansados de amarse, se entrelazan y abren sus corazones”, le dijo en un tono sabio y dulce. La amistad, según Elena, era más importante que el amor, ya que el amor con el tiempo se acaba. En cambio, la amistad perdura y permite esporádicos encuentros sexuales que pueden durar toda una vida. Según ella, ser amigos obliga a los amantes a ser creativos y seducirse una y otra vez. A la lealtad la consideraba mucho más valiosa que a la fidelidad. Al fin y al cabo, ser fiel consistía en no acostarse con otro; en cambio, ser leal era un acuerdo sin palabras que consistía en estar siempre el uno para el otro. Y la discreción era el secreto del éxito, la única manera de disfrutar de manera segura las dichas de la complicidad, la amistad y la lealtad.
El resto de la tarde, las dos mujeres la pasaron entre confesiones, risas y ginebras. Elena le contó algunas de sus más atrevidas aventuras y Bárbara dejó sus prevenciones y también se sinceró sobre su absurda falta de experiencia. Antes de que cayera el sol, se había afianzado una amistad que semanas antes habría sido inverosímil. La mujer del canciller salió del lujoso apartamento ligeramente embriagada y su única preocupación era evitar que William notara su estado, pues le era imposible contener la risa al recordar las confesiones de Elena. Su “celestina” hacía que el sexo sonara fácil y divertido, mientras que, para ella, apenas empezaba a esbozarse como algo distinto a una obligación.
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A pesar de que se había entusiasmado con Aquilino durante el almuerzo, una vez que estuvo sola, llegó a la conclusión de que no iba a ser capaz de acostarse con él. Ni Elena, ni Raquel, ni la ginebra ni las ganas habían logrado disipar del todo en ella el miedo. Le producía pánico pensar que Aquilino se diera cuenta de su poca experiencia en la cama. Además, le aterraba mostrar su cuerpo desnudo.
Al día siguiente, Aquilino Mendoza fue, por segunda mañana consecutiva, su primer pensamiento al despertar. Pero, además de eso, fue también el primer nombre que apareció en su WhatsApp. Bárbara no lo podía creer.
“Buenos días... Me dijiste que me ibas a llamar y no apareciste. ¿Qué pasó con el ‘tal vez’?”.
Aquilino se las había arreglado para averiguar su número celular. Bárbara no recordaba la última vez que un mensaje la hubiera emocionado tanto. Sin embargo, logró controlarse y escribió:
“Yo creo que el ‘tal vez’ va a ser ‘no’ ”, contestó minutos después de leído el mensaje.
Tras un breve silencio que dejaba entrever su desilusión, el don Juan preguntó:
“¿Por qué?”.
“Tú eres un hombre inteligente, Aquilino, debes tener perfectamente claro por qué, para una mujer como yo, lo que estás proponiendo es cruzar una línea roja”.
“Pero tú no me diste la impresión de tenerlo tan categóricamente claro el día de la cena”.
“Porque eres un hombre encantador y lograste, por un momento, que olvidara mis límites”.
“¿Y si pensamos en una fórmula intermedia? ¿En que nos damos la oportunidad de conocernos sin cruzar tus líneas rojas?”.
Esta vez el turno de un breve silencio pensativo fue para Bárbara. Con la respiración entrecortada y consciente de que podría estar dando un paso determinante en su vida, escribió:
“¿Y cómo sería eso?”.
“Nos tomamos una copa en mi casa, conversamos, y así me das el gusto de conocerte. No tiene que pasar nada más”, escribió él, sonando inofensivo.
“¿Y tú te olvidarías de la película para adultos? Es que me asustaste”.
“Prometo comportarme como un caballero”.
“Acepto tu invitación, no porque crea en ti del todo, sino porque Elena me mata si no voy”.
Ambos se rieron y a él le pareció atractiva su honestidad.
Acordaron verse al otro día, a las cinco de la tarde, en el apartamento de Aquilino. Al terminar la conversación, Bárbara dejó el teléfono a un lado y cayó sobre su almohada para soñar despierta con ese encuentro. “Buenos días, señora Barbarita”, dijo, como de costumbre, Herminda al entrar con el desayuno. Aunque con la señora Bárbara ya nada parecía ser como de costumbre. Esa mañana, por primera vez en mucho tiempo, la encontró contenta.
DORA GLOTTMAN
Especial para EL TIEMPO