Cultura
‘En más de la mitad de la población indígena no hay lenguas de dónde agarrarse’: Jon Landaburu
Paula Andrea Gaviria Aucique
13 de enero 2025 , 10:45 p. m.
13 de enero 2025 , 11:55 p. m.
‘En más de la mitad de la población indígena no hay lenguas de dónde agarrarse’: Jon Landaburu
El experto reflexiona sobre la vitalidad de estos dialectos. La autonomía y el respeto son claves.
Paula Andrea Gaviria Aucique
A los 81 años, Jon Landaburu está lleno de historias que lo conectan con todos los puntos cardinales. Este francés llegó a Colombia hace más de 50 años (entre ires y venires ha permanecido unos 30), y desde entonces se ha dedicado a estudiar nuestras 65 lenguas indígenas.
Nació el 15 de noviembre de 1943 en París, donde sus padres, vascos republicanos, se refugiaron de la Guerra Civil Española. Su padre, Francisco Javier de Landaburu, era dirigente del Partido Nacionalista Vasco.
(Le recomendamos leer: Lenguas indígenas, un tesoro nacional en peligro)
Ya en Francia, estudió filosofía en la Sorbona, de donde es, además, doctor en lingüística. Llegó a Colombia en 1967, con 24 años, a dictar clases en el Liceo Francés de Bogotá para cumplir con el servicio obligatorio en un país en desarrollo, pero se tropezó con algo que lo hizo quedarse: entró en contacto con el profesor Gerardo Reichel Dolmatoff, padre de la antropología colombiana –fundó el primer programa del país en esa materia–, quien lo adentró en el mundo de las lenguas indígenas cuando lo envió a Orocué (Casanare) a documentar el dialecto sáliba.
El segundo asentamiento que visitó fue del pueblo andoque, en Araracuara, Amazonia. “Quedaban 30 o 40 personas de un pueblo de unas 10.000 a 15.000 que habían sido exterminadas por los caucheros peruanos y que estaban tratando de reconstruir una cultura entera. Una lengua a la cual dediqué buena parte de mi vida, de una riqueza asombrosa”, relata Landaburu.
Él es pionero en llevar estos dialectos a la academia. Cofundó y dirigió el desaparecido Centro Colombiano de Estudios en Lenguas Aborígenes, de la Universidad de los Andes; estableció la maestría en Etnolingüística de dicha institución; apoyó la creación de la Ley 1381 de 2010, para la protección de lenguas indígenas, y lideró la traducción de la Constitución de 1991 a siete de estas: wayuunaiki, nasa, arhuaco, kamëntsá, ingano, guambiano namtrik y cubeo.
Ahí compartió con personajes como Jaime Garzón, de quien se recuerda aquella intervención de 1997 en la Universidad Autónoma de Occidente. “El artículo 12, para vergüenza de nuestra Constitución, dice: ‘Nadie podrá ser sometido a pena cruel, trato inhumano o desaparición forzada’. (...) ¿Saben qué tradujeron los indígenas (wayús)? Pedazo 10-2: ‘Nadie podrá llevar por encima de su corazón a nadie, ni hacerle mal en su persona, aunque piense y diga diferente’. (...) Con ese artículo que nos aprendamos, salvamos este país” fueron las palabras con las que ese trabajo fue inmortalizado por el asesinado humorista político.
Cualquiera pensaría que Landaburu está lejos de sus raíces, pero no es así. “El vasco es un pueblo que ha mantenido su identidad y ha luchado siempre por su lengua. Los investigadores piensan que es la única que queda de épocas anteriores a las invasiones de hace 4.000 años. Eso para decir que lo que he trabajado estos años tiene que ver con mi origen”, dice.
Hoy vive con su esposa en el centro de Bogotá y se dedica a proyectos independientes. Tiene dos hijas y cuatro nietos, varios recuerdos que lo hacen soltar carcajadas y muchas ganas de trabajar por unas lenguas que, según él, siempre encuentran cómo sobrevivir.
¿Cómo fue esa aventura de traducir la Constitución?
De la Presidencia llegó la propuesta. A comienzos del 92 recibí una carta de Jaime Garzón y Manuel José Cepeda, expresidente de la Corte Constitucional y consejero para el Desarrollo de la Constitución del presidente (César) Gaviria. Les dije: “Veo siete lenguas en las que sería posible”. Traducir simplemente la frase ‘Colombia es un Estado social de derecho’ (risas)... ¿Cómo traducir eso a gente que piensa en cómo adquirió la boa sus colores? La mitología, que es su modo intelectual de funcionar, hay que saber interpretarla.
Entonces, siete universos en conflicto con uno occidental enorme, ese era el desafío. Lo interesante fue la dinámica de traducción que creó en los pueblos y el acercamiento a reflexionar sobre cómo funciona el blanco.
¿Qué tanto se adaptaba todo al mundo indígena?
Se traduce el sentido, literalmente no. Y no tradujimos toda la Constitución –creo que es de las más largas del mundo (risas)–, sino 30 o 40 artículos, los que tenían que ver con derechos fundamentales y de minorías, funcionamiento básico del Estado y derechos humanos y de colectividades territoriales.
Le voy a contar una anécdota. Preguntamos cómo se traduce ‘entidad territorial indígena’. Entonces, el arhuaco Rubiel Zalabata me dice: “Proponen úmüke”. Yo, que conozco el arhuaco, dije: “Úmüke me parece complicado, porque es el territorio que los dioses han dado a un grupo humano”. Cepeda me dijo: “No podemos aceptar eso. ¿Te imaginas la reivindicación? Que el dios me ha dado esto...”. En la sesión siguiente Rubiel me dice: “Discutimos con los mamos y me dicen que úmüke no sirve, porque es nuestra ley, entonces lo que vamos a traducir es ‘territorio delimitado por los blancos para los indígenas’ ”.
La palabra ‘Constitución’ es interesante. Para ‘libro’ recurren a una metáfora: el libro es como un árbol, y las páginas son las hojas. Esto empalma con la mitología del Amazonas de que el río es un árbol que tumbaron por algún pecado original. Entonces, para Constitución, los ingas del Putumayo dijeron “el árbol de las hojas del mando”, por la idea de libro y de sus cadenas de dependencia e imposición.
¿Cree que todas las lenguas indígenas están en riesgo?
Cuando presentamos al Congreso la ley de protección de lenguas, en 2010, nos tocaba exponer por qué se necesitaba. Vi que había cinco lenguas que estaban desapareciendo rápidamente: el tinigua, que no hay sino una persona; el nonuya del Caquetá, había unos cinco ancianos y está ad portas de morir; el pisamira; el totoró, de la familia del guambiano, y el carijona. Estas creo que no tienen futuro.
Luego hay unas 20 muy mal, cuya transmisión generacional no se está haciendo bien. Si no pasa algo en este momento, creo que en 40 o 50 años ya no existirán. Del otro lado, otras 20 están bastante fuertes.
Otro tema interesante: 40 de las lenguas colombianas son habladas fuera del país. Es importante tener esas cifras en mente. En Colombia, población indígena hay unos 2 millones, un 4 por ciento de la población. Comunidades donde existe una lengua indígena, un millón, porque hay un millón que se autoidentifica indígena, pero cuya lengua ha desaparecido o no se sabe.
Por ejemplo, los zinúes son 150.000 o 200.000 en Córdoba, y su lengua desapareció tal vez en el siglo XIX. Los pijaos del Tolima, muy luchadores, pero no hay lengua. Los kankuamos, cuarto grupo de la Sierra (Nevada de Santa Marta), están tratando, pero no está viva la lengua. Hay una cantidad importante de la población que se autodesigna indígena –más de la mitad– en la que no hay lenguas de dónde agarrarse. También ha nacido una militancia en muchos pueblos a favor de sus lenguas, entonces hay una retórica general de que hay que salvarlas. La práctica es más complicada.
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Landaburu hace pausas largas, las necesarias para traer de su memoria las historias con las que busca ilustrar cada respuesta. Es cuidadoso. Dice las palabras con la conciencia del que se hace responsable de ellas. “Le cuento una anécdota. En los 90 mandé a una estudiante donde los sálibas, veintipico de años después de haber ido yo. Le dije: ‘Averigua cómo está esto y haz tu análisis’. Volvió del primer terreno, cerca de Orocué, y me dijo: ‘Profesor, esa lengua se va a morir, porque solamente los mayores la hablan’. Me quedé pensando y dije: ‘Cuando yo estaba allá, los niños no la hablaban, pero esos niños son los mayores de hoy y ahora la hablan, ¿qué ha pasado?’ ”, cuenta con una sonrisa para resaltar que se siguen encontrando caminos para mantener estas lenguas.
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¿Entonces no vamos tan mal?
Son dinámicas muy complejas, uno no puede decir que en 20 años esto se acaba. Para algunas sí, pero para muchas va a depender de programas y apoyos. El panorama es inquietante, la precariedad es enorme, pero lo que va a pasar no está tan claro.
Están los Pirá Paraná en el Vaupés, que tienen mucha vitalidad, y usted dice que eso tiene que ver con que están más alejados...
Esta gente, que se podría considerar como de la más conservadora de Colombia, ¿sabe qué problema tenían hace poco? Que los niños veían películas pornográficas en sus celulares. ¿Significa que todo está perdido? No (risas), las cosas han llegado y hay que aprender a manejarlas. O sea, la modernidad está en todas partes, el tema es cómo mantenemos las fuentes de sentido, de significación, de pensamiento que nos han legado. Tenemos que pensar el régimen de la coexistencia, del bilingüismo o multilingüismo.
Lo que hay que transmitir es que la sociedad mayoritaria les dé reconocimiento y respete lo que dicen, no proyectar sus esquemas educativos o civilizatorios. Por eso la Constitución del 91 representó un avance real en autonomía, y la lengua es parte de eso. La lucha fundamental es conseguir más autonomía, pero el sentido político profundo de eso todavía es muy complicado.
La modernidad está en todas partes, el tema es cómo convivimos con ella y cómo mantenemos las fuentes de sentido, de significación, de pensamiento que nos han legado.
¿Por qué es importante abogar para preservar las lenguas de cada pueblo en lugar de unificarnos con el español, por ejemplo?
En el Vaupés, usted pasa de un valle a otro y cambia la lengua. Hay 19 lenguas. Siguiendo el razonamiento de la pregunta, uno dice: ¿pero por qué esta gente, que vive en el mismo entorno, tiene los mismos esquemas religiosos, etcétera, se empeña en hablar lenguas distintas? En la sociedad amazónica, la creación del lazo social es más importante que la creación de la comunicación. ¿A dónde voy? A que la lengua tiene muchas funciones: de memoria, visión del mundo, una calidad afectiva al hablar en una lengua y no en otra, que los literatos conocen muy bien por todo lo que significa la traducción de García Márquez al inglés o de Shakespeare al español, y las dificultades por ser universos muy distintos.
El tema no es el éxito de la comunicación, es el intercambio de experiencias distintas que aportan a la inteligencia, al afecto, a la sensibilidad, y por eso luchamos. No para que sigan diciendo oko en vez de agua, sino porque con oko vienen cantidad de cosas, lo mismo que con agua. O sea, el hombre no es solo pragmática, es poesía. Se trata de la experiencia que transmite la memoria de la humanidad. Lo que existe aquí en Colombia no es una invención de ideólogos, es que aún hay un millón de personas que usan mecanismos de ideación, de expresión, de sensibilidad distintos.
Un concepto o palabra indígena que destaque...
Los arhuacos tienen la palabra kunsamü, que asocia la figura del caracol a la idea del desarrollo del ser humano cuando es ordenado. Palabras como esta son interesantes pero de difícil traducción, porque juntan rasgos semánticos que no solemos asociar en nuestras lenguas occidentales. ¿Qué lección nos deja? La diversidad, como cuando leemos la Ilíada: entendemos una parte, y la que no, nos jala hacia otras cosas, nos abre el pensamiento. Eso está en las mitologías y las lenguas.
¿Podría definir los pueblos indígenas en una frase?
Son una parte de la memoria de la humanidad, y por lo tanto de todos.
Después de tantos años de trabajo, ¿cuál sería un sueño cumplido? ¿Que en Colombia pase qué?
Que se lograra el maridaje entre elementos de la tradición que inspiran, y del mundo occidental, que tiene valores fundamentales. Ese es el camino: respetar la diferencia, cultivarla e inspirarse en lo mejor de cada caso, con un criterio universal. Las culturas no son separadas. Hay una común humanidad que es importante mantener.
Todas las lenguas tienen cosas muy distintas, pero también elementos de semejanza. No les obligues a todos a lo mismo. Hay que adecuar la sensibilidad a un mundo más fraterno, más respetuoso. Y tratar de limitar la violencia. Es una lección permanente tener esta riqueza de Colombia. Por eso me quedé, porque sentí esta cosa tan increíble, pero el camino es largo.
PAULA ANDREA GAVIRIA AUCIQUE
Subeditora del Impreso
EL TIEMPO