Miles de frailejones mueren en pie en Colombia, Ecuador y Venezuela. Es una imagen mental provista de cierta belleza que sugiere una muerte estoica de esos monjes centinelas de los páramos que atraen la neblina con sus vellos para liberar agua en el momento justo. Pero en realidad ese síndrome, identificado hace unos ocho años y todavía misterioso, es un proceso brutal, una muerte prematura.
Ejércitos de hongos, polillas y escarabajos atacan, carcomen y les exprimen la vida a los frailejones sin defensa alguna. “Asesinos” foráneos e invisibles que han trepado hasta el páramo gracias al cambio climático, a la expansión de la frontera agrícola y agazapados en la ropa, en el equipaje y en las intenciones de otra “especie” que se hace peligrosa al llegar masivamente al páramo: el turista.
Cada muerte precipitada de un frailejón es la pérdida de un lento ciclo vital que tarda siglos. Pero hay un lugar específico en el planeta, ubicado en el municipio de Sonsón y de apenas media hectárea, donde la desaparición de una pequeña y única tribu de frailejones implicaría la extinción de un universo irremplazable. Ese lugar se llama Cerro Las Palomas, es uno de los quince picos del complejo paramuno Sonsón, y punto que en la última década se convirtió en sitio de culto para miles de turistas ávidos de una selfie a 3.300 metros de altitud, hambrientos de conexión natural mientras documentaban desprevenidamente la degradación de ese santuario. Y también la propagaban.
“En general los turistas que pisan el páramo no tienen el ánimo de dañarlo, pero el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones”, remarca el biólogo Fernando Alzate, uno de los investigadores responsables hace cuatro años del hallazgo del frailejón Espeletia restricta, que solo nace en ese pedacito de un complejo paramuno de 9.000 hectáreas que se extiende por diez municipios, cuatro de Antioquia y seis de Caldas.
El turismo en Las Palomas, que jamás debió tener lugar allí, se prohibió oficialmente el pasado 9 de octubre. Fue la segunda decisión de esta naturaleza en Antioquia luego del cierre total, hace dos años, del Páramo del Sol, perteneciente a Urrao y Frontino, y que alberga el punto más alto del departamento (Campanas) a 4.080 metros de altitud. Una restricción motivada por el bacanal de contaminación y fiestas que se tomó durante años ese otrora prístino hábitat del oso andino.
No son casos aislados. Antioquia, de hecho, empieza a convertirse en departamento pionero en este tipo de decisiones radicales para frenar los estragos del turismo masivo en sus ecosistemas. Según conoció EL COLOMBIANO, actualmente se adelanta un proceso que llevaría en los próximos meses a la restricción del turismo en una parte de los Farallones del Citará, incluyendo el famoso Cerro San Nicolás, el segundo pico más alto de Antioquia con 4.020 metros sobre el nivel del mar.
Según Cornare y Corantioquia, existe evidencia sólida de que el turismo tiene responsabilidad en procesos de degradación en al menos diez paraísos naturales en el departamento: páramos, ciénagas y hasta cuevas resguardadas por un bosque húmedo tropical, como el caso de las cavernas del Distrito Regional de Manejo Integrado Bosques, Mármoles y Pantágoras, una de las 250 que existen en Colombia y donde están entrando hasta motos, según denuncias recibidas por Cornare, poniendo en riesgo un tesoro espeleológico invaluable.
Los peligros del turismo no regulado se extienden en todos los tipos de ecosistemas, incluyendo los enigmáticos bosques de niebla de la Cacica Noria, en el Nordeste, un lugar apenas descubierto hace ocho años tras el Acuerdo de Paz; y las ensenadas como la de Río Negro, en Necoclí, insustituible cuna de peces.
Todos estos lugares tienen un factor común: son áreas protegidas, precisamente por la necesidad de conservar su riqueza ecológica y los servicios ecosistémicos que prestan.
La respuesta a la pregunta de cómo se llegó a este punto parece fácil. David Echeverri, jefe de Bosques y Biodiversidad de Cornare, la dilucida sin rodeos.
—El país no se preparó para el turismo y es claro que seguimos igual. Un sitio se desborda de un día para otro con miles de personas por una moda surgida en redes sociales y ni el Estado ni la sociedad civil tienen cómo hacerle frente a eso. Es la realidad.
El interrogante difícil de abordar es cómo hacer compatibles el turismo como uno de los renglones principales de la economía del país y, al mismo tiempo, garantizar la conservación del medio ambiente, dos de las principales banderas del gobierno de Gustavo Petro, pero que, bajo el modelo turístico actual, se muestran irreconciliables.
El caos que todos vieron venir
2017 fue el punto de quiebre de ese boom turístico que hoy se mantiene. Un estudio de Procolombia concluyó que el Acuerdo de Paz fue la razón principal de que millones de extranjeros se volcaran a comprar tiquetes para recorrer Colombia. Pero ya antes habían aflorado indicios de ese auge.
Según cifras de la Organización Internacional de Turismo –OIT–, entre 2005 y 2015 el turismo en Colombia creció 12% al año mientras el mundo lo hizo a un ritmo anual de 4%. Pero en 2017 el crecimiento del país se disparó al 27%, ninguna otra nación tuvo un apogeo semejante entre 2016 y 2017. Fue la primera vez que Colombia cruzó el umbral de los 6 millones de visitantes extranjeros. Desde entonces nunca bajó de los 4 millones de visitantes y el año pasado volvió a alcanzar esa cifra de 6 millones, esto sin contar el turismo interno.
También a esa época se remontan las primeras alertas. En Antioquia, por ejemplo, cerraron a finales de 2016 las famosas cuevas del Esplendor en Jardín. Pero ya era un problema generalizado en todo el país. La hoy congresista Julia Miranda, entonces directora de Parques Nacionales, fue una de las primeras voces en advertir los impactos del turismo masivo en áreas protegidas y advirtió que más que, enfocarse en el crecimiento exponencial de visitantes, el país debía priorizar la regulación, formalización y la definición con políticas de Estado de dónde sí y dónde definitivamente no se podía realizar esta actividad.
Pero ni siquiera ella, una reconocida alta funcionaria con un importante respaldo político se salvó de ser duramente cuestionada. En 2020, tras 17 años al frente de la entidad, salió del cargo en medio de un cambio de dirección con el que el gobierno de Iván Duque no dudó en reconocer que buscaba potenciar el turismo en la mayoría de parques nacionales.
Es un caso típico del Síndrome de Casandra, cuando alguien está condenado a advertir con evidencia lo que los demás se niegan a aceptar. Es lo que les pasa a los científicos sobre el cambio climático.
La rebeldía de defender páramos
Diana Navarro y Cristina Escobar Aguirre son dos casandras. No se conocen pero sus vidas trazan varios paralelos.
Diana nació y se crió a más de 3.800 metros sobre el nivel del mar, en el Páramo de Urrao. Gran parte de su tiempo y esfuerzo, sobre todo en los últimos años, los ha dedicado a defender del turismo la parte del páramo que pertenece desde hace cuatro generaciones a su familia.
Fue gracias a su gestión que después de una década de degradación acelerada por contaminación y quemas, Corpourabá decidió finalmente a mediados de 2022 prohibir el turismo en el Páramo del Sol, una de las estrellas hidrográficas más importantes de la Cordillera Occidental, encargada de abastecer las cuencas de Chocó y Antioquia.
Solo este año ha cruzado el océano Atlántico cuatro veces, desde su hogar actual en un extremo de América del Norte, exclusivamente, para volver a su montaña materna y para tocar puertas en varias partes del país buscando aliados en favor del páramo. Pero dice que si algo ha aprendido es que frente a los intereses del país en torno al turismo, hablar de conservación ambiental es una completa utopía.
Aunque el cierre del páramo se prolongó hasta agosto de 2025 –y pesar de que la propia Corpourabá reconoció la recuperación de frailejones, turberas, bosques nativos y hasta esperanzadoras evidencias de la presencia del oso andino gracias esta medida– la prioridad de esta autoridad ambiental sigue siendo reabrirlo al turismo y por ello adelanta desde hace dos años un estudio de capacidad de carga que, según denuncia Diana, arrastra cuestionamientos de presunta falta de transparencia, falta de rigor técnico y de socialización frente a las comunidades nativas.
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La historia de Cristina Escobar y el Páramo de Sonsón es similar. La familia de Catalina es nativa del Cerro Las Palomas desde los tiempos de su bisabuelo. Cuando el conflicto armado arreció en el Oriente antioqueño lejano, cuenta Cristina, su abuelo tuvo que abrir enormes huecos en la tierra para ocultar a sus hijas cada vez que la guerrilla asaltaba la casa para llevárselas.
Pero finalmente no aguantaron más y salieron desplazados. Tras la desmovilización de alias Karina y años después cuando el Acuerdo con las Farc dio tregua a la guerra y llevó paz transitoria, pudieron retornar, solo para descubrir que ahora debían defender su tierra de guías y operadores turísticos que de manera irregular convirtieron el cerro en patio de recreo de aventureros, una actividad que según Cristina empezó a surgir con fuerza hace 12 años, pero que mostró su faceta más destructiva hace dos años.
Según explica el profesor Alzate Guarín, coordinador del Comité para el Desarrollo de la Investigación de la UdeA, en esta zona del Paramo de Sonsón hay una altísima densidad de especies en un área muy pequeña. Y todas dependen en algún grado de que la pequeña población de esa nueva especie de frailejón siga existiendo.
Al igual que a Diana, a Cristina le tocó lidiar durante años con entuertos y burocracia de todo tipo. En medio de su pelea, encontró refundido en los archivos de la alcaldía de Sonsón un supuesto estudio de capacidad de carga en el Cerro que no conocían y que determinaba que el Cerro solo podía tolerar diez turistas máximo al tiempo. Muy distante a los grupos de 30 y 40 personas que acostumbraron ver y de los fines de semana en los que desfilaban expediciones con hasta 140 personas.
El 9 de octubre Cornare y la alcaldía ratificaron que el turismo nunca debió tener cabida en el Cerro Las Palomas y lo prohibieron definitivamente. Además supeditaron la actividad en el Cerro La Vieja a un estudio de capacidad de carga. Pero Cristina advierte que este es apenas un paso.
—Es un documento que puede quedarse en el papel. La realidad es que ni la alcaldía ni Cornare tienen personal o recursos para hacer cumplir la medida. Con mi familia nos vamos a organizar con tareas específicas como centinelas para proteger el Cerro porque que agencias y operadores inescrupulosos desde Medellín, aprovechándose de los vacíos en la legislación turística y ambiental, siguen ofreciendo paquetes al Cerro.
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La plata se va, el desastre se queda
Un estudio de los investigadores de la Javeriana Zulma Vianchá Sánchez, Humberto Rojas Pinilla y Miguel Ángel Barrera Rojas sobre la huella del turismo en poblaciones vulnerables de Colombia y América Latina, encontró que el 72% de los impactos de esta actividad en esas zonas eran negativos, incluyendo la destrucción y pérdida de resiliencia de los ecosistemas, conflictos por el uso de servicios ecosistémicos y medios de vida vulnerables de poblaciones nativas.
Y hay más: según Vianchá, la mayoría de los planes de desarrollo en municipios y ciudades de Colombia incluyen el turismo entre sus principales estrategias económicas y pasan de largo de un rápido inventario de lugares turísticos directamente a la promoción de los mismos, sin detenerse en la regulación, en las estrategias de protección de comunidades nativas y de conservación ambiental.
Pero el panorama que entrega David Echeverri es todavía peor. En la práctica, según apunta, ni siquiera desde los municipios eligen muchas veces sus destinos turísticos.
—Son las redes o gente de afuera los que están escogiendo estos lugares. Luego nos llaman desde los municipios a decirnos que ni siquiera sabían que un charco o tal cerro tenían potencial turístico, y en cuestión de meses, y hasta semanas, terminan padeciendo un caos que normativamente tarda años en solucionarse.
La consecuencia es simple y rotunda: aunque faltan cifras para medir con mayor rigor el fenómeno, Echeverri sostiene que es incuestionable que la plata del turismo se va para los bolsillos de gente de afuera y los impactos negativos se quedan: el deterioro de ecosistemas y en comunidades locales. También ocurre esto en jurisdicción de Corantioquia, según expone su directora general, Liliana Taborda.
Para la muestra, en internet se ofrecían paquetes para recorrer Las Palomas por $350.000 por persona. Según el conteo de Cristina sobre los visitantes que llegaban durante un fin de semana agitado, esto representaría una venta de paquetes de hasta $52 millones. Que sepan en Cornare, jamás se reinvirtió un peso de esos ingresos en ese cerro.
Tanto Echeverri como Liliana Taborda señalan que la fórmula para mitigar esta problemática ya existe y los primeros responsables son los municipios que deben hacer un rastreo completo de sitios con potencial turístico y establecerles un marco regulatorio, unas reglas de juego para empresarios, autoridades y comunidades para que luego entre la autoridad ambiental a definir técnicamente con estudios de capacidad de carga qué tanta actividad soportan estas áreas.
El ejemplo a mostrar en Antioquia es Centro de Atención, Información y Cultura Ambiental –Caica–, una iniciativa netamente comunitaria que convirtió una potencial debacle ambiental en los cañones de los ríos Santo Domingo y Melcocho en ejemplo nacional de turismo comunitario, en el que gracias a un proceso de gobernanza, los propios campesinos establecieron un plan para regular el ingreso de público a estos que son considerados como dos de los ríos más hermosos del continente. Caica reinvierte parte de los ingresos en conservación y en otros proyectos productivos, cerrándole el paso a la masiva llegada de privados externos.
Pero esa fórmula que mencionan necesita capacidad técnica y financiera. Por eso, siendo el turismo y la conservación dos banderas principales del Gobierno, desde los municipios y autoridades ambientales han reclamado el apoyo concreto de la Nación. Según el Gobierno, en dos años han invertido casi $70.000 millones para generar infraestructura y competitividad en los 123 municipios con Programas de Desarrollo con Enfoque Territorial –PDET– incluyendo los 24 de Antioquia.
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La Gobernación, por su parte, aseguró por escrito que adelanta actualmente acompañamiento de formalización y planificación.
Pero una cosa son los balances gubernamentales y otra las necesidades concretas e inmediatas en los territorios. Ahí es donde la pita se enreda. Según apunta la directora Taborda, en este momento Corantioquia adelanta varios inspecciones, investigaciones y procesos simultáneos en al menos seis áreas protegidas por impactos negativos del turismo: en los Farallones del Citará, Páramo de Belmira, Alto de San Miguel, Cacica Noria, en Anorí; ciénagas de Chiqueros, en Puerto Berrío; y ciénaga Barbacoas, en Yondó.
Avanzar rápido para tomar decisiones en estos lugares con tantos frentes abiertos es complejo, apunta Taborda. Uno de los procesos más avanzados hacia la regulación o eventuales cierres son los del Alto de San Miguel. Hasta 20.000 personas en un fin de semana de temporada alta convierten en parque de diversiones esa área que alberga el 10% del total de las especies de fauna reportadas en Colombia y donde nace el río Medellín que es el eje del ordenamiento del Valle de Aburrá. “Una carga así es insostenible para un ecosistema de estos”, recalca Taborda.
Pero el caso más crítico entre los 80 municipios bajo jurisdicción de Corantioquia es el de los Farallones del Citará, principalmente en la laguna de Santa Rita y el Cerro de San Nicolás. Desde hace un año existe el informe técnico que detalla la erosión y degradación causadas por el turismo. Según la directora, entre diciembre y enero se adelantaría la inspección que podría ser concluyente para aprobar un cierre con reapertura condicionada a la existencia de un estudio de capacidad de carga.
El profesor Alzate, una de las grandes autoridades en páramos en Colombia, es enfático en afirmar que la evidencia apunta a que esta zona por su alta fragilidad también es incompatible con el turismo, y que el único camino es su prohibición definitiva.
Incluso frente al álgido debate sobre si se debe permitir o prohibir el turismo en los páramos, el investigador ofrece una visión conciliadora.
— Con el objetivo de proteger los páramos que todavía tienen un alto grado de conservación y son tremendamente frágiles a la intervención humana, como el de Sonsón, sería viable optar por la medida de disponer de un puñado de páramos “sacrificables”, como Belmira o Chingaza, que ya están altamente intervenidos por acción humana, y allí ejercer la pedagogía que puede surgir del interés o curiosidad de la gente de conocer los frailejones y su importancia.
Otro turismo es posible
Luis Higuera, un boyacense que desde hace 22 años trabaja en turismo y hace ocho está radicado en Antioquia, se embarcó hace tres años junto a un equipo de jóvenes en una empresa llamada Native Colombia. Todo surgió después de que en pandemia, en medio de largas discusiones con gente del gremio sobre los impactos y el estancamiento del llamado turismo sostenible, llegaran siempre al punto muerto de que, efectivamente, había un montón de problemas diagnosticados, pero pocas soluciones a la vista.
Hasta entonces Luis se había dedicado a ofrecer lo mismo que miles de proyectos en el país: avistamiento de aves, de ballenas, excursionismo, senderismo, en fin. Pero incluso apegado a estándares de buenas prácticas tenía claro que no generaba una propuesta diferente.
—El turismo sostenible lo que busca es ralentizar el impacto. Entonces decimos, ‘bueno, vamos solo diez personas al páramo’, pero igual ese número de personas pisotea el páramo y el bosque altoandino. Lo que hacemos es mantener el proceso de degradación, sin importar cuál es el ritmo al que lo hagamos.
Rastreando información sobre las soluciones puestas en práctica en otras partes del mundo encontró el concepto de turismo regenerativo.
—Básicamente parte del conocimiento del ecosistema en el que se pretende realizar una actividad, conocer en detalle, por ejemplo, el funcionamiento del páramo, los conflictos y características sociales y ambientales alrededor, y así puedo saber lo que tengo que hacer para ayudar a restaurarlo con participación directa del turista.
La pedagogía a gran escala de la ciudadanía asoma como una de las transformaciones de fondo necesarias para revertir la problemática. La frase de batalla de los defensores del turismo en áreas protegidas y zonas de alto valor ecológico es que es imposible cuidar lo que no se conoce. Pero la realidad es más compleja que eso. No basta con tener la posibilidad de acceder a un páramo o a un bosque tropical para generar conciencia y un cambio activo.
Un estudio diseñado por WWF Colombia y ejecutado por Cifras y Conceptos en 55 municipios, previo a la COP16, arrojó que la desconexión de los colombianos con su biodiversidad es alarmante.
Aunque ocho de cada diez colombianos consideran que el estado de la biodiversidad es “regular” o “crítico”, solo tres de cada diez ven su pérdida como una de las principales crisis globales. Y a pesar de que el 70% están dispuestos a tomar medidas para frenar la pérdida de biodiversidad, casi un tercio de ellos no sabe cómo hacerlo.
En ese sentido, Corantioquia tiene un destacable proyecto en el que forma niños para convertirlos en Guardianes de la Naturaleza en 80 municipios para que sean los ojos y las voces de las fuentes hídricas, la fauna y la flora.
En la práctica, la propuesta de Higuera y su equipo se basa en ofrecer un portafolio turístico dirigido a nichos de público específicos para educar a los turistas y financiar proyectos de reproducción in vitro de frailejones en zonas como el páramo de Belmira y Sonsón y de restauración de bosques tropicales.
Buscando aliados, Luis encontró que Usaid le está apostando fuerte hacia la masificación del turismo regenerativo en Colombia. Para la COP16 de Cali, lanzó una convocatoria a la que se presentaron 89 de estos proyectos que se vienen ejecutando en todo el país. Native Colombia fue una de las 17 propuestas seleccionadas por su proyecto Camino de Murringo, una ruta que va desde la cordillera central del Melcocho hasta Manzanares Alto, en Sonsón, un recorrido de tres días que atraviesa bosques húmedos, tropicales, subandinos y altoandinos y que según Luis no tiene nada que envidiarle a experiencias como el camino a Ciudad Perdida, en la Sierra Nevada de Santa Marta.
—Estamos hablando no solo de uno de los caminos ancestrales más largos sino mejor conservados de los que se tenga registro. Pero, además, es una autopista comercial suspendida en el tiempo, que además desmiente eso que se ha repetido durante años de que la arriería está extinta en Antioquia.
El plus de su propuesta, que contrasta con las experiencias que han desencadenado los recientes procesos adversos de transformación cultural y social, como advierte David Echeverri, es que el 75% del gasto de los turistas se queda en las comunidades: en la posada, comida y productos que ofrecen los locales.
Precisamente los expertos recordaron en la primera semana de COP16 que el Convenio Sobre Diversidad Biológica que está en Cali renovando metas y acuerdos establece como un imponderable la participación de comunidades campesinas e indígenas en el turismo, y que sin estas, no es más que otra actividad extractivista. Y en consecuencia, un motor de pérdida de biodiversidad. ¿Qué tan a tiempo está Colombia de revertir ese camino?