La discoteca más famosa de Latinoamérica es un garaje de 150 metros cuadrados en Medellín y se llama Perro Negro. La fundaron en el 2017 Samuel Granados y Alejandro Cardona, dos treintañeros paisas que empezaron alquilando parlantes para fiestas de garaje y ahora dirigen un emporio empresarial de discotecas y restaurantes por todo el mundo. Perro Negro, la joya de la corona, tiene sede en Miami y el 15 de noviembre abrirá en Madrid. No es una discoteca cualquiera, es la experiencia del perreo de Medellín, convertido casi en un mito, dándole la vuelta al mundo.
Fui el jueves después de las 11 de la noche y en Provenza había tanto caos como cualquier otro día: extranjeros de un lado para el otro, luces de todas partes, mesas en la calle, filas para entrar a las discotecas, los disfraces de siempre, nalgas al aire y, sobretodo, reguetón, mucho reguetón.
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En la entrada de Perro Negro, una puerta al borde de la calle que lleva a unas escaleras por donde se baja al sótano de la discoteca, no había fila. Apenas tres hombres, a los que Emanuel, un moreno de trenzas que combinaba un traje negro impecable con los tenis blancos de moda les dice que los varones no pueden entrar si van solos o si no hay mujeres esperándolos abajo.
Yo voy solo, pero recomendado por Samuel, el dueño, entonces tengo tratamiento preferencial. Bajo las 16 escaleras y me recibe una mujer vestida de negro de pies a cabeza (como todos los trabajadores del lugar) que me pone una manilla gris que dice “No Cover”.
Cruzo otra puerta y ahí me está esperando otro hombre de negro en un pequeño salón oscuro con espejos en las paredes y letreros de neón. Hay uno que dice “Dale duro Madrid 2024”. La música se escucha lejos. En las paredes hay un par de afiches enmarcados. Uno, el que está al lado de la puerta que lleva por fin hacia la discoteca, parece sacado de un museo de la memoria. Dice en el cabezote: “Antología de Medellín, Carlos Gardel”, y abajo tiene recortes de prensa y fotografías de la muerte del tanguero argentino en el aeropuerto de Medellín. El otro afiche enmarcado, iluminado en una luz roja de neón dice en mayúsculas: “Nadie vuelve a ser el mismo después de bailar una noche en el Perro Negro”. Esa promesa, el mantra de la discoteca que ha hecho de la rumba y del reguetón de Medellín su producto de exportación con sede en Miami y próximamente en Madrid, me enteré al otro día, era un parafraseo de un texto que la escritora bogotana Laura Restrepo publicó en 1993 en la ya extinta revista La Hoja de Medellín: “Quien quiera vivir el hechizo y el vértigo de atravesar el abismo por la cuerda floja, sólo tiene que bailar un merengue, o si es capaz un tango, a las tres de la mañana en una taberna barriobajera de Medellín. No le hace falta más: esa persona ya no volverá a ser la misma”, escribió.
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Ese par de afiches explican en buena medida la estrategia de comunicaciones y marca de la discoteca. En redes sociales, donde tienen más de 150.000 seguidores, no se dedican solamente a publicar fotos y videos de la rumba, eso sería repetir lo mismo hasta el cansancio. En lugar de una discoteca, parecen una agencia o un medio de comunicación que contrata historiadores y periodistas para que escriban historias viejas de lugares y personajes emblemáticos de Medellín y del resto del continente: “¿Sabían que la palabra “Spanglish”, cruce entre español e inglés, fue creada por un puertorriqueño? Se llamaba Salvador Tió, un periodista que la usó por primera vez en una columna del Diario de Puerto Rico, publicada el 28 de octubre de 1948”, se lee en una de las publicaciones. El equipo creativo de la empresa tiene más de una docena de personas.
No era la primera vez que iba a Perro Negro. Lo habré conocido entre 2018 y 2019, antes de la pandemia, cuando estaba en la universidad y a los jóvenes de Medellín todavía nos gustaba y nos alcanzaba para ir a Provenza de vez en cuando. En ese entonces la discoteca, recién fundada, tenía tres rarezas: que no había donde sentarse, que solamente ponían reguetón toda la noche y que, salvo los jueves, cobraban la entrada a $20.000. La política de los jueves se mantiene, pero los otros días la entrada cuesta $50.000 y hay una zona VIP que tiene sofás. También cambiaron los clientes, que ahora son casi todos extranjeros, y las luces y el sonido que ya son más caros y sofisticados; el DJ, que antes estaba escondido en una esquina, ahora tiene una isla en la mitad de la pista, pero en esencia, el lugar sigue siendo el mismo: un sótano oscuro y pequeño, en el que bien parqueados cabrían una docena de carros, donde se perrea hasta las 4 de la mañana.
El mesero me llevó hasta una mesa pegada a la pared y me mostró la carta.
—Sabe que puede pedir lo que quiera, dijo.
La botella de guaro, $220.000, la de ron más barata, $250.000.
—Un moscowmule y, cuando se acabe, otro, pero suave que mañana tengo que escribir de esto.
Cada detalle está obsesivamente cuidado: las cartas, los pitillos, las servilletas, los dos aires acondicionados, la papelera del baño, las mesas; todo está pintado de negro. Las meseras, las cajeras, la que atiende la barra, la que pone la manilla en la entrada, la DJ; no sudan, no corren, no se tropiezan en un sótano que está a reventar. No se equivocan en los pedidos, no hay clientes problemáticos. O si los hay los esconden rápido.
Era media noche, pero podía ser cualquier hora, y todos bailamos. No había otra opción. No se cuánto pueda aguantar una persona de pie sin flexionar las rodillas. Y eso ya es la mitad del perreo: doblar las piernas, y entre más, mejor. Doblar las piernas y mover el culo. Las mujeres mucho, los hombres más bien poquito. Es bailar o caer desmayado. Además, sonaba de los parlantes, del suelo, del techo, un tema irresistible: La gata está pidiendo que le funda el foco / Saoco, papi, saoco/ Ella se lambe si con limón la toco / Saoco, papi, saoco. Cualquiera que haya escuchado ese clásico de Wisin y Yandel con Daddy Yankee sabe que el que no lo baile está muerto.
El día que la escritora Carolina Sanín conoció el perreo después de años de renegar de él escribió esto: “Vi bailar y bailé, y no entendí cómo había tardado tanto en interesarme en ese nuevo cortejo fluido y honesto, en ese baile que coincide con el sexo y que rechaza la ceremoniosidad con la que otros bailes imitan el enamoramiento y el apareamiento. El baile desritualizado del reguetón afirma una sexualidad realista que pone a la mujer en el centro”.
En Perro Negro forman sus propios DJ´s para todas las discotecas. Los requisitos innegociables son dos: haber nacido en Medellín y haber crecido escuchando el reguetón que suena en Medellín. Ese es el producto que se exporta: la experiencia del reguetón paisa con ese baile descarado e impúdico que no da ni para mirarse a los ojos. Lo demás: la ciencia de las luces y de los beats, se puede aprender.
Luisa Fernanda Espinal es psicóloga clínica, tiene un posgrado en Psicología social y está terminando el doctorado en Humanidades. El tema de su tesis doctoral es el perreo, que no es lo mismo que bailar reguetón. Estudiar el perreo, dice, es estudiar la alegría y las pasiones populares. “El perreo es una experiencia que le permite a las personas que lo viven redefinir su identidad con unos límites espaciales y temporales. Cuando la gente perrea al ritmo del reguetón transforma en cierta medida su identidad para privilegiar el placer sin que medie tanto la reflexividad o la moralidad o los juicios”, explica.
En otras palabras, cuando perreamos, como cuando nos disfrazamos o vamos a un estadio de fútbol, jugamos a ser otros. Un otro libre, atrevido, sexual, violento, impune.
En esa impunidad estábamos cuando las gringas que estaban al frente y los dominicanos que las estaban cortejando y el boricua que saludé en el baño y todo el mundo sacó el celular para grabar al DJ. Era la 1:38 de la mañana y habían puesto la canción que habían ido a escuchar, por la que probablemente pagaron la entrada y una botella de más de $100 dólares. La canción que convirtió a una discoteca famosa de Medellín, famosa en todo el hemisferio occidental, en un atractivo turístico, en una experiencia: Vi que te dejaste de tu novio, baby me alegro / Vamo´ a celebrarlo en Perro Negro / Dile a ese cabrón que tú no tiene arreglo / Dile a tu pai que quiero que sea mi suegro.
Quien canta es Bad Bunny, el cantante puertorriqueño de reguetón más influyente de su generación y probablemente de todas las anteriores. “No sabe tocar instrumentos. Tampoco leer partituras. Pero el mundo baila a sus pies”, escribieron sobre él en El País en 2021. La canción, titulada Perro Negro, en honor a la discoteca, la grabó con el antioqueño Feid y se estrenó en octubre del 2023 como el único reguetón en un álbum de trap (más hip hop que reguetón) llamado Nadie sabe lo que va a pasar mañana. El mismo día que se estrenó el álbum, Perro Negro abrió su sede en uno de los barrios más caros de Miami.
La canción tiene más de 882 millones de reproducciones en Spotify y 95 millones en Youtube. El tema, que dura menos de tres minutos, rompió el récord de ser la canción más rápida en alcanzar las 100 millones de escuchas en Spotify para un artista colombiano en solo 20 días. En los rankings de Billboard, la canción fue número 1 en Colombia, Ecuador y Perú; en España y en Bolivia fue la segunda más escuchada, y en Estados Unidos fue la tercera de las canciones latinas. A nivel mundial alcanzó el cuarto puesto. No me importa cuál es la hora ni cuál es tu signo / Si el DJ fuera pastor nos casábamo´ aquí mismo. El bajo se siente como si tuviera el parlante adentro del estómago.
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El 17 y el 18 de septiembre del 2022, probablemente en el punto más alto de su carrera, Bad Bunny se presentó en el Atanasio Girardot. Fue lleno completo viernes y sábado. 40.000 personas cada día. El domingo se presentó en Bogotá, pero antes de salir de Medellín, al artista boricua lo convencieron de que fuera a conocer la discoteca de la que todos hablaban: Maluma, Karol G, Feid, Blessd, Ryan Castro, todos los reguetoneros antioqueños de talla mundial habían farreado ahí, algunos incluso lo siguen haciendo. Bad Bunny entró el domingo antes de la una de la madrugada y salió a las seis de la mañana. La discoteca estuvo cerrada solo para él y para una lista privada de invitados que escogieron los dueños. Todo fue clandestino. A la salida, con las primeras luces del día, había más de mil personas esperando.
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El que cuenta la historia es Samuel Granados, el CEO y cofundador de La Hacienda, el conglomerado de empresas que comenzó con Perro Negro y ahora incluye otros restaurantes, discotecas y bares también costosos, lujosos y exitosos: Mamba negra, El bosque era rosado, Hasta la pizza baby, Crhomatic y Sci. Granados tiene 30 años y la apariencia de todas las cosas que es y que ha sido, menos de la del dueño de una discoteca de reguetón: hijo de académicos, estudió en un colegio de sacerdotes ricos en Medellín. Siendo todavía niño viajó a aprender inglés a Estados Unidos, se graduó de Economía de la Universidad Eafit e hizo las prácticas en Bancolombia. Hace ejercicio todos los días y todas las mañanas, mientras corre, escucha a Julio Sánchez en la W. Su oficina, en el piso 11 de un edificio en El Poblado con fachada de vidrio y vista al occidente de la ciudad parece entre minimalista y recién desempacada. Cuesta saber si es que el estilo es tan simple como la sala de un quirófano o es que apenas lleva un día ahí.
Lleva puesta una camisa blanca manga larga abotonada hasta el cuello, un pantalón negro y unos zapatos anchos y caros del mismo color. Es un domingo a las 9 de la mañana y durante las dos horas que dura la entrevista tiene que esforzarse por no agarrar el celular. Cada dos minutos al reloj deportivo le llega una notificación. Granados gerencia una empresa de 400 empleados que está en tres países. No tiene días ni noches de descanso.
En cambio, Alejandro Cardona, el otro fundador de The Hacienda, el hombre encargado de poner los nombres —The Hacienda es el nombre de la discoteca de electrónica más icónica de Manchester, Inglaterra—, de escoger los DJ´s, de las comunicaciones y de la marca atiende a la entrevista por videollamada un sábado de noviembre mientras se fuma dos cigarrillos en algún balcón de Sao Paulo, en Brasil, donde por la noche él, a nombre de Perro Negro, es el invitado estelar de un evento de reguetón, en un país en el que el reguetón es casi marginal. Cardona renunció al trabajo de oficina en diciembre del año pasado y desde entonces recorre el mundo con la “experiencia Perro Negro”. Hizo el afterparty de los conciertos de Karol G en el Santiago Bernabéu de Madrid y animó la final de la Copa América donde la otra invitada era Shakira. Su padre era el dueño de una litografía y de una librería de libros viejos. Su hermano mayor es postdoctor en matemáticas. Cardona, que es capaz de leer y moverse como nadie en la industria de la música y del entretenimiento y de las comunicaciones, es alérgico a los libros.
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Cardona y Granados estudiaron en el mismo colegio (aunque a Cardona lo echaron luego) y vivieron la infancia en el mismo barrio. Ahí se hicieron amigos y, muy rápido, socios. Siendo adolescentes compraron un par de parlantes y empezaron a alquilarlos para fiestas pequeñas, cumpleaños, reuniones de amigos del colegio, chiquitecas, perreos de salón social donde las ventanas se tapaban con bolsas plásticas negras y los jeans de los muchachos se desteñían en las paredes.
A Granados le gustaba el reguetón y a Cardona la electrónica. En los últimos años de colegio y en los primeros de universidad, empezaron a montar fiestas en discotecas o lugares de gente que conocían. Alejandro, siendo todavía menor de edad, le pidió permiso al recién nombrado coordinador del Parque Biblioteca de Belén para hacer una fiesta de electrónica al aire libre un domingo. Esa, dice, fue a la primera fiesta a la que fue. Ya en la universidad alquilaban discotecas de gente conocida y hacían fiestas de reguetón. Se llamaban Barrio fino, como el álbum de Daddy Yankee publicado en 2004 que tenía temas como Gasolina, Salud y vida y Lo que pasó, pasó. Ahí se dieron cuenta de las dos cosas que probablemente explican el éxito mundial de una discoteca que emula la fiesta de unos adolescentes en un salón social: que en Medellín no había una discoteca donde pusieran solamente reguetón, a pesar de que Maluma y J Balvin ya decían chimba y parce por todo el mundo, y que no había un club de electrónica sin sillas y con luces y sonidos despanpanantes como los de Europa y Estados Unidos.
En 2017, cuando Provenza todavía no era Provenza, les ofrecieron un sótano en el que quedaba un bar de salsa que quebró. Lo tomaron, consiguieron $150 millones para invertirle, firmaron un contrato de arrendamiento de apenas un año y ahí empezaron.El nombre de Perro Negro, como la frase de Laura Restrepo, también es prestado. El Perro Negro fue una de las cantinas más icónicas de Medellín durante el Siglo XX. Quedaba en Cisneros y lindaba con Amador, en lo que hoy es el edificio Carré. Lo abrió Luismaría Restrepo en 1917, como un mercado de abarrotes en el que además de aguardiente se vendían escopetas, revólveres y dinamita.
En el 55, sin dejar de vender lo que era buen negocio, se convirtió en cantina, y después de 1966 lo administró Fernando Restrepo, sobrino de Luismaría, quien todavía vive en Belén y cuenta las historias de su Perro Negro: que iba gente prestante y de arrabales, cantantes, políticos y delincuentes de todos los pelambres. Que en ese sí había sillas y que por ahí pusieron las nalgas Belisario Betancur, Rodrigo Arenas, Daniel Santos, tangueros del nivel de Larroca y Armando Moreno, asesinos de la talla de Pablo Escobar y Griselda Blanco. Que se ponía buena música, primero carrileras y popular y luego tangos y de orquesta, pero que no sonaba Gardel, que Gardel por Guayaquil no gustaba casi. El bar estuvo en pie hasta el 21 de febrero de 1997, durante la alcaldía de Luis Alfredo Ramos, cuando se declararon los edificios Vásquez y Carré como bienes de interés cultural y lo hicieron cerrar.
Desde el día uno, el nuevo Perro Negro nuevo ha estado lleno. Primero de jóvenes que, como sus dueños, no tenían un lugar donde solo se escuchara la música con la que crecieron, y ahora de turistas que van a buscar el mito que Bad Bunny expandió por todas partes. En el siglo pasado y en este, en ese bar se han vendido cosas inmorales pero rentables aquí y en todo el mundo: antes escopetas y ahora reguetón.