Elsy Rivera es una mujer de 52 años. Hace veinte siete perdió su visión en un accidente de tránsito, y hace nueve a su esposo, Javier Cuellar, ciego también que murió atropellado por un bus de Transmilenio porque una puerta de una estación estaba dañada.
En el carro en el que vamos camino a un festival de música hay alrededor de cuarenta personas más entre ciegas y sordas. Es parte de una iniciativa de gobierno y no es la primera vez que la mayoría va al evento. Aunque la voz de Elsy es firme y elocuente, dos puestos adelante de nosotros sobresale uno de los jóvenes que, a través de sus manos, se comunica con una niña sorda también. Por un momento me parece que hablan de nosotros, los periodistas que estamos realizando el acompañamiento buscando historias para contar.
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Elsy usa unas gafas oscuras y ese día parece que ha decidido prepararse para la lluvia que estremece a la ciudad y va y vuelve en una secuencia cronométrica cada quince minutos. No parece tímida y su hija, Ana María, me pide que me siente con ella para que podamos hablar en el trayecto. Le doy la mano y siento la suya suave, como quien se acostumbra a darles la mano a muchos sin que ese gesto tenga consecuencias reales después.
La primera pregunta que se me ocurre es si ella perdió su visión o si nació ciega. “Hace veinte años tuve un accidente automovilístico. Fue bobo, pero tuve un desprendimiento de retina de ambos ojos. Fue un golpe fuerte y seco contra el parabrisas de un carro”.
Parece que la palabra accidente es una tormentosa constante en su vida. Cuando tuvo el choque que reformuló su futuro para siempre, estaba estudiando Ingeniería de Sistemas en la Universidad Piloto y tuvo que dejar su carrera porque se encontró con la sorpresa de que, además, estaba embarazada.
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“Ese fue el momento más duro de mi vida porque me quedé sola. El padre de mi hija me dejó. Yo no tengo hermanos ni familia, y muchas personas me decían que cómo iba a tener ese bebé, que estaba loca, que no iba a poder criarla ciega y desempleada”.
Pero ella no escuchó y dio a luz a Ana María, que hoy tiene 27 años, la edad de su ceguera, y la acompaña a casi todos los eventos a los que la invitan.
Ana María es una joven ingeniería industrial de la Universidad Militar y me dice que, aunque la condición de su madre las ha unido mucho, cree que quizá no pudo tener la misma libertad de los demás niños mientras crecía porque, su mamá, si bien es muy independiente para hacer sus cosas personales, siempre necesita mucho de ella.
Hay tráfico en la autopista norte en Bogotá y eso me permite tener una conversación larga y detenida con ambas para que no se escape ningún detalle. De repente las dos recuerdan una anécdota que les causa risa. “Una vez mi mamá estaba preparando la cena y me llamó a la mesa porque ya estaba lista. Cuando llegué, había un plato con un pocillo de agua caliente. A mi mamá se le había olvidado echarle el chocolate, y lo único que me dijo fue: ya tómeselo así”, cuenta Ana María.
Elsy me dice que el proceso de estar embarazada y enfrentarse a ese camino incierto ha hecho que vuelva a aprender a hacerlo todo. “Es como nacer otra vez: uno tiene que volver a aprender a caminar solo, a leer, a escribir y a usar todas las plataformas que existen para las personas ciegas. La verdad es que la tecnología ha avanzado mucho y uno puede hacer muchas cosas que antes ni se pensaban posibles, pero lo más complicado de esta condición es aprender a usar el bastón. El día en que a uno le entregan el bastón tiene que aceptar que ya es una persona ciega, no solo porque sin él no se puede desplazar por ninguna parte, sino porque ese día ya eres un ciego también para los demás, y ahí empieza la exclusión.”
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Este día usa un gabán negro y una bufanda blanca que la protege del frío. Su oído parece haberse desarrollado mejor que sus demás órganos sensitivos porque está atenta a cualquier información que pueda rescatar de alguna conversación cercana.
Su hija le pide el celular para entretenerse y ella saca de su bolso un Iphone, pero, antes de entregárselo, usa el “voice over” para acceder a Whatsapp y revisar quién le ha escrito en los últimos minutos. Yo alcanzo a ver y me doy cuenta de que tiene más mensajes pendientes que un ejecutivo de una compañía exitosa. Parece que no le faltan amigos.
Siri le cuenta quién le ha escrito y ella pide al dispositivo que le lea uno que otro mensaje. Su hija la impacienta y ella finalmente se lo entrega. En ese momento le pregunto si todavía hay mucha discriminación y poca aceptación de la sociedad para las personas ciegas.
“Somos las personas desafortunadamente más rechazadas y apartadas de la sociedad. En el estado de las limitaciones, las personas ciegas somos las que menos podemos interactuar con el mundo. Una persona en silla de ruedas, por ejemplo, puede manejar un ascensor o ser guardia de seguridad o cumplir alguna otra labor, pero a las personas ciegas nos limitan. No es que uno se limite, es que la sociedad nos limita”.
Mucho se discutió en el mundo sobre la inclusión de estas personas y en la comunidad académica se ha dado todo un debate sobre la forma correcta de llamarlos. El término ha evolucionado bastante: de discapacitados, se pasó a personas con discapacidad, luego a personas con limitaciones físicas y, finalmente, ahora se habla de que lo más apropiado debería ser llamarlas “personas con múltiples capacidades”, para no cometer ningún tipo de exclusión.
Sobre eso, Elsy me cuenta que mientras los gobiernos no ejerzan políticas públicas concretas para educar a la sociedad en cómo tratarlos a ellos, lo demás es un saludo a la bandera.
El atasco parece no ceder. Los pitos se hacen cada vez más intensos y entonces decido preguntarle sobre ese hecho trágico que tiene que ver con su esposo.
Javier Cuellar y Elsy Rivera se conocieron en el Centro de Rehabilitación de Ciegos y Sordos y se enamoraron porque ambos iban al coro a cantar. Él también era ciego y me dice que fue el mejor hombre que conoció en su vida.
Allí estuvieron dos años encontrándose y juntando sus voces. Luego se casaron y se fueron a vivir juntos. Él asumió el rol de padre de Ana María. De pronto su mente se ilumina y me cuenta otra historia de esas que la llevan por un par de segundos a un pasado mejor.
“Una vez íbamos los dos caminando por la séptima, cada uno con su bastón, y él llevaba a la niña de la mano. No nos percatamos y ella se nos cayó a una alcantarilla. Cuando yo me di cuenta empecé a gritar desesperada y la gente vino corriendo a ayudar. Luego de unos minutos pudieron sacarla, pero ese fue, sin dudas, uno de los sustos más grandes de mi vida. Ana tenía tres años y, cuando salió, lo único que me dijo fue: me ensucié”.
Entre tanto recuerda que solían pasar las noches escuchando música y conversando hasta que se enteraban que ya era de madrugada por el cantar de los gallos. Me dice que no paraban de tararear las canciones de Luis Miguel, Felipe Pirella, Manzanero y Ricardo Arjona. “Tú seguro no los conoces”.
Es muy inteligente y asegura que, a pesar de que no conoce a ninguno de los artistas del festival al que vamos, no desaprovecha las oportunidades para vivir experiencias que pueden aportarle algo y hacerla sentir bien. A su hija, en cambio, le gusta la música de varias de las bandas que se presentan.
Cuando Elsy conoció a su esposo, le encantaba la forma en la que él la trataba, la caballerosidad de sus gestos y la finura de sus palabras. Empezó a quererlo hasta que se volvieron inseparables. Dice que, cuando uno puede ver, los prejuicios son los que deciden en el amor.
“Si tú ves a una niña que no es muy agraciada, pero que puede tener todas las cualidades del mundo, la descartas de entrada simplemente porque no es muy bonita”.
Vuelve a hablar de su esposo y cuenta que se convirtió en todo para ella. Así comienza a contarme, con un par de lágrimas inevitables, la forma en que lo perdió.
Javier Cuellar falleció en agosto de 2015, luego de que un bus de Transmilenio lo impactara por haber caído a la vía como consecuencia de una puerta dañada en una estación de la calle 26. “Ese día, yo estaba hablando con él por teléfono. Me dio una razón para Ana María y colgamos. Quince minutos después me llamó una enfermera de la Clínica Mederi a preguntarme si yo era la esposa del señor Cuéllar, porque había tenido un accidente grave”.
Sí, como si fuera poco la vida se encargó no solamente de cegar los ojos con los que veía las maravillas de la existencia, sino también la vida de la persona que más amaba, la que la había querido tal como era y de quien se había enamorado en la luz de las canciones que cantaban juntos y en la oscuridad con la que caminaban por el mundo.
“Lo más difícil es que yo trabajo en ese hospital. Todo fue una coincidencia trágica. Ese día, cuando me entró la llamada estaba en la oficina. Inmediatamente bajé y estuve en el momento en que lo ingresaron a urgencias”. Hace una pausa.
Sus ojos, que no ven desde hace un par de décadas, solo están ahí de vez en cuando para revelar su profunda humanidad. Las lágrimas caen suavemente y luego recorren su rostro para esconderse finalmente en los dedos que las hacen a un lado.
Sus ojos mismos son las que las producen y yo entiendo que esos ojos, aunque no puedan percibir los colores y las formas, definitivamente tienen vida, una vida de mucho dolor y tragedia, pero una vida que no solo llora, sino que también ríe con felicidad y que sabe afrontar con experticia las adversidades que parecen acumularse para que Elsy las derrumbe como un castillo de naipes con su fuerza incalculable.
Me quedan tres preguntas y días enteros para reflexionar sobre sus respuestas. La primera tiene que ver con quienes, teniéndolo todo en la vida, se quejan por nimiedades. Quiero saber cuál es su mensaje para ellos. La verdad es que en ese momento no le pregunto para los demás, le pregunto para mí. “Lo primero es que nadie puede vivir la vida por ti. Todo depende de uno y de cómo se afrontan las inclemencias. Hay que empoderarse y no dejarse caer porque no hay obstáculos que puedan vencer a nadie. Yo me quedé ciega y en mí estaba decidir si lloraría toda la vida por lo que me pasó. Fue muy duro, pero tuve que pararme, salir del barro y seguir adelante. Una y otra vez y las veces que haga falta”, afirma como si se tratara de haber perdido un trabajo o un negocio que no salió bien.
Cada respuesta contiene un grado de sabiduría por el que ella debería cobrar. Ahora le pregunto por aquel momento que recuerda como el más feliz de su vida. “En 2016 cumplía con mi esposo veinte años de matrimonio. Habíamos planeado todos un viaje a Cancún, pero él murió. Entonces me fui con mi hija y conocí el mar. Creo que no hay algo que pueda gustarme más que esa sensación de estar ahí, de escucharlo, de sentir su majestuosidad y las olas chocando contra mi cuerpo. Fue un momento único que me marcó para siempre”.
Elsy nunca vio el mar, no pudo observar cómo se pierde al final del paisaje la existencia misma entre las olas, ni el momento en el que el cielo y el agua se mezclan convirtiéndose en uno solo. Pero para ella no hubo nada que pudiera hacerla más feliz.
Ya solo me queda un interrogante y su respuesta me tumba, me paraliza. -Si pudiera devolver el tiempo, ¿a qué momento iría? -“Al día en el que conocí a mi esposo, ese día exacto. Sin duda”.
Si Elsy Rivera tuviera esa posibilidad, si tuviera por una sola vez la capacidad para tomar un control remoto y devolverse a un capítulo de su vida para comenzar de nuevo, no sería para volver a ver; no lo haría para ir atrás antes del accidente y evitar haber cruzado por aquí o por allá y no quedarse sin visión. Lo haría para conocer de nuevo a su esposo. Para, ciega, amar una vez más.