Es una tragedia lamentable. Un monstruo —muchas veces camuflado bajo la indiferencia y el silencio— que extiende enormes tentáculos; que acecha, carcome y mutila; que se esconde tras las paredes de las casas, en las escuelas y sus alrededores, en vías públicas, en zonas urbanas y rurales, en todas las clases sociales, entre ricos y pobres, entre educados y analfabetas. Un monstruo peor que cualquiera de los otros que hay en Antioquia, como en el resto del país; que deja a su paso graves y a veces irreparables violaciones a los derechos de niñas, niños y adolescentes sin un entorno que los resguarde, sin que encuentren la protección que el Estado, las familias y la sociedad están obligados a brindarles.
El departamento sigue siendo uno de los más afectados del país en las tres violencias que están acabando con los menores de edad, no solo de aquellos que terminan asesinados de las formas más crueles e inhumanas. Es un panorama que no puede explicarse solo a partir de casos mediáticos ni con meras cifras, por el gran subregistro y porque no es posible mirar un problema de esa magnitud sin ponerle rostros. Tratos y castigos crueles, humillantes y degradantes; violencias sexuales en todas sus modalidades; y reclutamiento, uso y utilización de menores en el conflicto armado y el crimen organizado están desbordados.
Las alarmas ante una emergencia así no están sonando lo suficientemente alto. Es por ello que organizaciones de la sociedad civil unieron fuerzas ante el gobierno nacional con propuestas basadas en décadas de trayectoria atendiendo estos casos, para que las incluya en los compromisos que tiene que asumir el jueves y viernes de esta semana ante delegados de 193 países durante la Primera Conferencia Ministerial Global para poner Fin a las Violencias contra la Niñez —EVAC pos sus siglas en inglés—.
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Lo que allí se defina debe marcar el rumbo del país en la eliminación de estos aberrantes hechos y eso, sin duda, beneficiará a Antioquia. Por ello, desde estas páginas, EL COLOMBIANO visibiliza a las víctimas y se suma al clamor social de que el bienestar superior de los menores de edad sí sea prioridad.
La madre llevó a su hijo a una institución de salud del Valle de Aburrá cuando supo con certeza que sus sospechas eran reales. Todo comenzó con cambios inesperados en el desarrollo de un niño inteligente, sano, que comía todos los alimentos, que ya no se orinaba en la cama, que aprendía a ir al baño, que jugaba y era feliz. En cada uno de esos pasos vitales de su crecimiento, acordes para la edad, tuvo un retroceso, acompañado de un temor que antes no sentía para dormir solo y acercarse a ciertas personas, entre ellas el presunto abusador sexual, quien vivía bajo su mismo techo. En el hospital activaron el código fucsia y siguieron estrictos protocolos en lo referente a la salud física, pero las barreras comenzaron justo ahí, cuando ella denunció los hechos que su hijo le relató.
El profesional psicosocial que atendió el caso la señaló desde un principio con frases demoledoras como que hacer un escándalo era peor y que había que echarle tierra al asunto. Ese pequeño detalle marcó un camino de obstáculos en la búsqueda de justicia. La Policía de Infancia y Adolescencia decía una cosa, la Fiscalía otra, la Comisaría una más y el Icbf una distinta. En el mayor absurdo posible, recuerda la madre, algunos funcionarios le dijeron que estaba denunciando para vengarse del agresor por la violencia psicológica, económica y física que antes había ejercido sobre ella. Los años se han acumulado con un niño en recuperación, gracias al acompañamiento de la IPS Creciendo con Cariño, institución de la ciudad acreditada y experta en el manejo de estos hechos. Pero la justicia, por más pruebas que han presentado, no se ha movido para que no haya impunidad y el gran temor es que el proceso termine con una orden que le permita al presunto victimario, el padre biológico, estar con el niño en visitas y celebraciones.
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Según cifras preliminares de Medicina Legal, solo entre enero y agosto de 2024, se registraron 1.176 casos de presuntos delitos sexuales contra menores de edad en Antioquia, de los cuales 972 fueron contra niñas y 204 contra niños. Casi todos en el entorno del hogar, con tíos, padrastros, padres, primos, abuelos, hermanos y amigos cercanos como presuntos responsables, lo que hace más complejo el problema por los imaginarios que persisten y que llevan al silencio, casi a la complicidad de otros parientes.
Así ocurrió en otra casa de la ciudad, donde hubo revuelo cuando descubrieron al adulto abusando sexualmente del niño. Era un familiar que aprovechó el descuido de los demás para cometer el delito. Después huyó. La denuncia de la madre fue inmediata, pero esta es la hora que no ha pasado nada, porque “no hubo penetración”, según le dijeron en Fiscalía. Una penetración que hubiera ocurrido si no se hubieran percatado a tiempo y que, en cualquier caso, no es lo único que determina un ataque sexual.
El relato del niño y el de su hermanito un poco mayor dieron cuenta de que las violencias venían de atrás en contra de ambos, pero ni así la autoridad actuó. El Icbf se limitó a solicitar que no podían vivir en el mismo lugar del agresor. Entonces, la mujer tuvo que desplazarse del barrio porque el hombre regresó, como si nada, a habitar el hogar con la complicidad de otro familiar que hasta intentó que la víctima cambiara el relato a favor del victimario.
Varias mujeres que hablaron para este artículo tienen dolorosas coincidencias tras denunciar los presuntos abusos sexuales a sus hijos. Desde funcionarios que demeritan los testimonios, hasta familiares empeñados en mantener el hecho en el ámbito de lo privado y en ponerse del lado del abusador. Se han visto sometidas a cosas tan absurdas como que abogados, trabajadores sociales, psicólogos, fiscales y comisarios sigan hablando del supuesto y mal llamado síndrome de alienación parental, que señala a madres y padres denunciantes de supuestamente inducir a sus hijos a rechazar la presencia del otro progenitor.
Aunque fue retirado en 2020 de la clasificación de enfermedades por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y la Corte Constitucional lo prohibió en Colombia desde 2023 como argumento para determinar si un menor de edad fue víctima de abuso sexual, autoridades judiciales y administrativas lo siguen empleando. Es una forma, dicen expertos, de avalar la pedofilia y poner la carga de culpabilidad en las víctimas directas y en los adultos que alzan la voz.
Al respecto, Catalina Vertel Betancur, gerente de la IPS Creciendo con Cariño, que atiende a los hijos de estas mujeres, explica que son múltiples los casos que han tenido que llevar hasta la Corte Suprema para demostrar que no existe la alienación parental, que los niños no hablan de lo que no han visto o sentido, y que lo que verbalizan tras ser víctimas de estos aberrantes hechos necesita atención transversalizada por todas las instituciones de salud, protección y justicia. La gerente reitera que la premisa de la IPS es acompañar procesos sanadores a los menores de edad víctimas y a sus familias: “Si no se repara, no para”.
Asimismo, señala que el trauma generado por violencias sexuales se agudiza por la soledad a la que se enfrentan quienes denuncian; son ignorados, menospreciados, invisibilizados y terminan señalados como culpables. Estos delitos, explica, son la máxima expresión, la cumbre de violencia en el hogar, por lo cual después de eso puede ocurrir un homicidio o un feminicidio: “Estos victimarios no tienen solamente una víctima, ya han pasado por otras víctimas; y si es su primera víctima, van a buscar una segunda o una tercera”. Además puede leer: Alarmante: 12 niños y niñas menores de 4 años han muerto por desnutrición en Antioquia este año
Por su lado, Esteban Reyes, director de Aldeas Infantiles, enfatiza en que la impunidad por violencias sexuales contra menores está por encima del 94 % y que los procesos pueden durar hasta 7 años en promedio cuando se llevan ante la justicia, sin arrojar muchas veces sanciones efectivas, lo que se convierte en caldo de cultivo, en una especie de aliciente para los agresores.
Como dramática califica esta situación Nelson Rivera, subdirector de la fundación Renacer, porque aunque las estadísticas difieren entre una institución oficial y otra, se estima que uno de cada tres menores de edad que ingresan a procesos administrativos de restablecimiento de derechos es por violencias sexuales y que de esos cerca del 10 % es por explotación sexual comercial de niñas, niños y adolescentes (Escnna). Dice que el tema en Medellín ha estado bastante movido este 2024, en especial tras los casos mediáticos de extranjeros atrapados cometiendo estos delitos en la ciudad, si bien, gran cantidad de victimarios son nacionales.
Rivera recalca que en la capital antioqueña estos hechos se presentan con un modus operandi similar a lugares como Cúcuta y Villa del Rosario, en Norte de Santander, Cartagena o Barranquilla. En el caso de Medellín, el experto encuentra dos características preocupantes. La primera que detrás de la Escnna hay organizaciones criminales fuertes que ofrecen a las niñas y niños por medio de tecnologías y redes de personas en las distintas comunas, “redes criminales conectadas o que tienen brazos en otras ciudades, y mueven niños, niñas y mujeres de un lado a otro”. La segunda está ligada a imaginarios culturales sobre la ciudad respecto al cuerpo y al rol femenino, que muchas veces es mirado solo como parte de oferta sexual.
Otra madre atendida en Creciendo con Cariño, recuerda cuando tuvo que salir como pudo a buscar a su hija porque cuando denunció su desaparición las autoridades le dijeron que debía esperar 72 horas. Como en un golpe de suerte, tal vez el más grande de su vida, vio a su hija, desubicada, drogada, con cambios en su apariencia física, en manos de adultos desconocidos, en una calle fea y peligrosa del Valle de Aburrá. La habían engañado por redes sociales, haciéndose pasar por otros menores de edad para que llegara hasta allí. La madre pudo salvarla, pero los exámenes médicos arrojaron evidencias de que le dieron alguna sustancia y que fue víctima de abuso sexual.
Salvarla no era solo llevarla de vuelta al hogar. Después vinieron los sentimientos de culpa, la imposibilidad de ir al colegio, el miedo a cualquier persona que se acerca, los cuestionamientos sobre su sexualidad, las autolesiones en momentos de desespero. Y la impunidad reinante cuando se busca el actuar de una justicia que ha aplazado audiencias, que no da avances de las investigaciones, que no tiene ni un capturado, que no ha determinado si detrás de un hecho así hay una posible red de trata o de Escnna. Como contraparte, el acompañamiento en la IPS le ha permitido a la niña retomar la escuela y la socialización, un proceso lento, pero guiado y obligatorio, para sanar las profundas heridas que estos hechos dejan y que pueden definir su futuro y vida adulta.
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Los impactos son graves y duraderos para quienes quedan atrapados por la explotación sexual: empiezan a creer que no tienen otros caminos para sus proyectos de vida, pierden habilidades cognitivas, se alejan de la escuela, ven afectada la percepción de su cuerpo, el amor propio, la identidad, las relaciones con otros y comienzan el consumo de sustancias psicoactivas. En muchos casos provienen de hogares con violencia intrafamiliar, pobreza, negligencia o abandono, a lo que se suma que sus seres queridos muchas veces normalizan o propician el delito porque los menores aportan un mercado, ropa o dinero.
Para Rivera, hay muchos desafíos en la atención de las víctimas, pues muchas no reciben atención especializada ante los profundos traumas, así como en estrategias de prevención más sólidas y contundentes que acompañen la legislación y las campañas masivas de sensibilización.
Pero también hay falencias en la identificación y clasificación de hechos de Escnna y trata con fines de explotación sexual, porque muchos niños y niñas no son valorados como tales debido a que no se encuentran evidencias físicas del delito, con lo cual se desconocen prácticas como la pornografía infantil o el negocio de las webcams.
La Ley 2089 de 2021 prohíbe en el país el castigo físico, los tratos crueles, humillantes o degradantes y cualquier tipo de maltrato infantil. Pero, una vez más, es un canto a la bandera y hechos aberrantes de este tipo se siguen conociendo, con Antioquia ocupando los primeros renglones en mayor número de casos. Entre enero y agosto de este año, Medicina Legal registró 537 hechos de violencia intrafamiliar directa en contra de niños, niñas y adolescentes en el departamento.
El director de Aldeas Infantiles sostiene que en Medellín y Rionegro, donde desarrollan parte de su trabajo, hay alta incidencia de procesos administrativos de restablecimiento de derechos con los menores de edad retirados de sus hogares por maltrato o negligencia; afirma que con corte a mayo de este año, el Icbf registró 8.027 procesos en el departamento.
El problema se agudiza porque estas prácticas en la crianza siguen siendo arraigadas en la cultura y avaladas por quienes desconocen los efectos nefastos de golpes y agresiones, incluidos palmadas, chancletazos, arañazos o correazos. De hecho, explica Reyes, desde la neurología se ha establecido el concepto del síndrome del bebé sacudido, niños y niñas que sufren pequeñas lesiones en el cerebro tras ser zarandeados en sus primeros años de vida, lo que causa daños en funciones básicas y el desarrollo físico, cognitivo y socioemocional. Los castigos más crueles también se siguen presentando en Antioquia, como en el resto del país: hasta los siguen quemando o los someten a privaciones graves, como obligarlos a aguantar hambre o a dormir a la intemperie porque “se portaron mal”.
Consecuencias nefastas, incluso de por vida, también causan los maltratos psicológicos, pese a que sus heridas son invisibles, y pueden estar relacionadas con falta de autoestima o ideaciones suicidas, por poner solo dos ejemplos. La desprotección, el abandono y conductas degradantes que no son tangibles de forma física ni implican una ida al hospital se quedan con mayor razón sin identificar, denunciar o atender.
La espiral de problemas crece porque en la mayoría de los casos los que se deben ir de sus hogares son los niños y niñas víctimas, mientras que los agresores se mantienen allí. No obstante, dice el director, la situación a veces es tan compleja que hay madres o cuidadores que mejor se quedan callados porque si presentan el hecho ante la autoridad se exponen a que les quiten a sus hijos. Y en otros casos no hay un solo pariente que se haga cargo del menor, por lo que terminan institucionalizados y son adoptados por una nueva familia o quedan en el sistema de protección hasta que cumplen la mayoría de edad.
Es el caso de dos hermanitos de uno y dos años que fueron separados de una madre que los exponía a entornos inseguros, de consumo de sustancias psicoactivas, largas jornadas en las calles del centro de Medellín, pidiendo dinero o vendiendo dulces, un descuido tal que era casi el abandono. No era viable dejarlos con ella porque el riesgo a violencias sexuales, mendicidad y otros maltratos era muy alto.
Tampoco había condiciones para que otro pariente asumiera el cuidado, por lo cual ingresaron al sistema de protección del Icbf y fueron declarados en adoptabilidad. Pasaron juntos por cinco hogares sustitutos, pero no encontraron familia adoptiva. Aun así, recuerda hoy uno de ellos, se sintió protegido, acogido, atendido por las personas que les abrieron las puertas de sus casas y por profesionales de la corporación PAN, operador que el Icbf tiene en Antioquia en esta modalidad.
Dice que encontró en ese círculo que cerró filas para reparar sus daños herramientas para forjar un proyecto de vida que su hermano no logró seguir, porque no todos transforman los traumas del mismo modo. Terminó el colegio, se graduó hace poco de la Universidad de Antioquia, encontró a la familia biológica que buscó por curiosidad, supo que su madre había muerto y ahora acompaña a otros niños, niñas y adolescentes como trabajador social de PAN: “Mi historia de vida la tomo como el mayor aprendizaje, el abandono, el descuido, eso siempre va a estar presente y determina muchas situaciones personales que uno a veces con ayuda de la terapia se da cuenta que realmente sí influyen”.
Paula Andrea Rivillas es la coordinadora de Protección de PAN y tuvo a su cargo antes el caso de ese niño que ahora mayor de edad se codea con ella como trabajador social. Anota que menores con vulneraciones como abandono, negligencia o cualquier tipo de violencia quedan con secuelas en la autoestima que requieren un acompañamiento interdisciplinario con atención consistente, que les pueda ofrecer herramientas para resignificar lo que les pasó.
Además, explica que muchas historias forman parte de una cadena por situaciones que se normalizan y que pueden terminar como marcas generacionales. Por ello, señala, una de las labores de instituciones como PAN es encontrar familias sustitutas idóneas, con capacidad de acoger a menores con situaciones complejas, pero algunos no pueden adaptarse a dinámicas específicas y deben ir a otro hogar. Aunque el ideal es que no salgan de sus familias de origen.
El otro escenario en el que persisten violaciones a los derechos de la niñez y que han mostrado incremento es el del conflicto armado y el crimen organizado. Claudia Vallejo, directora de la Unidad para las Víctimas en Antioquia, señala que estos hechos se están presentando con mayor fuerza en parte del Norte, el Nordeste y Bajo Cauca, debido a presencia de grupos armados como el Clan del Golfo, las disidencias de las Farc y el Eln, que se disputan el territorio y causan desplazamientos forzados, amenazas, confinamientos y homicidios.
Pero lo más preocupante es el reclutamiento de niños, niñas y adolescentes para ingresarlos a estructuras armadas, a veces con el silencio familiar, pero esta vez por el temor a que les maten a sus hijos. “Muchos papás no activan la ruta de protección ni dan cuenta de la denuncia o la declaración de víctimas porque temen que a sus hijos les pase algo diferente al reclutamiento, son hechos invisibilizados”, dice la directora, quien añade que en la otra cara de la moneda están las familias que deben abandonar sus hogares por esta causa, muchas de las cuales ya habían logrado retornar tras ser desplazadas en el pasado.
Vallejo explica que en otras regiones como el Oriente, el Suroeste y el Valle de Aburrá preocupa el uso y utilización de menores de edad en actividades como el microtráfico, como los llamados carritos o campaneros, que los ponen en múltiples peligros, incentivan el consumo de sustancias psicoactivas y los alejan de las escuelas, una afrenta total a sus derechos, sin contar las niñas y adolescentes mujeres que se convierten en víctimas de explotación sexual de integrantes de estas estructuras.
Es una situación lamentable, pues la Unidad todavía avanza en la reparación a menores víctimas del conflicto por hechos ocurridos en el pasado. En Antioquia, la entidad tiene registrados 1.712 casos de menores reclutados que fueron desvinculados de grupos armados. Lo cierto es que la lista de victimizaciones en contra de esta población sigue creciendo.
Una joven que recuerda que cuando tenía 5 años personas armadas atravesaban el patio de la casita de su familia campesina que terminó desplazada de la vereda de Sonsón donde vivían. “Mi papá y mi hermano fueron retenidos, los obligaron a robar para ellos, los llevaban a lugares que ellos no querían ir, pero realmente les tocaba. A mí me gustaba ir a la escuela, iba con mis hermanos mayores y la profesora me dejaba estar en las clases, y muchas veces estando en el salón pasaban por la cancha hombres armados, nos teníamos que esconder, nos daba mucho miedo”, relata.
En el hogar al que llegaron tras huir encontró una opción para no abandonar el campo que tiene arraigado en la sangre: “Acá no me tocó vivir la violencia, aquí como que volvimos a vivir bonito”. La Unidad para las Víctimas, como parte de sus obligaciones, les acercó proyectos productivos y comunitarios y ella, muy joven aún, se aferra a esa oportunidad para poder quedarse, para no tener que salir corriendo otra vez, para que la guerra no vuelva a pasar por el patio de su casa.
Luz Alcira Granada, directora ejecutiva de Bethany Christian Services, no duda en decir que hay incremento en las violencias contra los menores de edad, no solo en Antioquia, sino también en el resto del país, con agravantes como el uso de redes sociales para inducirlos a peligros, la persistencia de la pobreza, las inequidades sociales, la falta de acceso a educación y otras oportunidades y el dominio de grupos armados organizados, entre otros factores: “Este tipo de cosas hacen que el panorama de las múltiples violencias para la niñez sigan siendo motivo de preocupación”.
Es por ello que las coaliciones Alianza por la Niñez, NiñezYA y Coalico le presentaron al gobierno nacional, para la conferencia EVAC, cuatro pilares en los que se debe poner el foco si se quieren erradicar de verdad estas violencias. Si bien, las apuestas políticas locales y los planes de desarrollo como los de Antioquia y Medellín son cruciales, de la mano de inversiones reales de recursos, es obligatorio que haya políticas públicas de Estado, que también contemplen recursos importantes y que no cambien según el gobernante de turno.
Se trata de una autocrítica, necesaria, que solo una sociedad a la que le importen realmente los derechos de los niños y las niñas estaría dispuesta a hacer, porque no puede ser que haya una brecha tan grande entre lo que dice en el papel, en la legislación en esta materia, y entre lo que está ocurriendo, cada vez más grave. Justamente, esa es otra reflexión que vale la pena: ¿hasta qué punto la indignación solo dura mientras los medios y las redes registran casos aberrantes como los de Sofía, Alexis, Juan Felipe o los hermanitos Santi Esteban y Susan? ¿Quienes se indignan tanto denuncian el maltrato y los abusos contra menores de edad en sus familias o vecindarios? ¿Están tratando con dignidad y amor a sus hijos, sobrinos, nietos o estudiantes?
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La primera recomendación es construir y consolidar, a 2030, como política de Estado que requiere inyección de recursos, una estrategia nacional de pedagogía enfocada en cambiar imaginarios sobre la crianza y en prevenir, en todos sus niveles, el castigo físico, los tratos crueles y humillantes y degradantes. A la parte punitiva contra quienes cometen estos delitos es urgente sumarle educación a los adultos para que comprendan que la crianza agresiva alimenta círculos de violencia, mejor dicho espirales, que persisten de generación en generación. Como dice Granada, “uno escucha muy comúnmente decir es que a mí me pegaron, a mí me dieron contra la pared, a mí me insultaron, míreme aquí tan bien, no me pasa nada. Lo que nadie dice es cuántas terapias han tenido que llevar para llegar al punto donde por lo menos sean una persona medianamente funcional”.
La segunda recomendación es definir, a 2026, una estrategia intersectorial para la protección integral de niñas, niños y adolescentes afectados por el conflicto armado y el crimen organizado, que incluya un fondo económico para fortalecer medidas, alternativas y rutas institucionales, que garantice la atención con enfoque diferencial y una real participación de los menores de edad sometidos a padecer las atrocidades de la guerra.
La tercera es una de las más retadoras: para 2025 formular una estrategia nacional integral para prevenir, atender y sancionar de manera especializada las violencias sexuales contra niños, niñas y adolescentes, que aborde la trata, la Escnna, las uniones tempranas y el matrimonio infantil forzado, la mutilación genital, el abuso sexual y el uso indebido de las TIC con fines de violencia sexual.
Todo el peso de la justicia, los castigos punitivos más fuertes deben aplicarse a quienes cometan estos hechos, quien debe ser retirado del hogar es el agresor y no la víctima, y el sistema judicial debe reformarse con miras a mitigar la reinante impunidad y la revictimización: “Para delitos cometidos contra niños y niñas se pueden tener hasta 60 años de cárcel sin subrogados de ley y sin reducción de pena. Sin embargo, a criterio del juez se están aplicando 20 o 15 años, y rebajas de penas. Y ahorita, lamentablemente, se discute un proyecto de ley que dice que para evitar la impunidad rebajemos las penas a los agresores sexuales o a personas que han cometido delitos contra niños y niñas, si colaboran con la justicia. Es inadmisible que la impunidad se cubra con más impunidad”.
La cuarta recomendación es, también a 2030, una estrategia nacional diseñada por el Estado para articular los programas de fortalecimiento familiar y comunitario, que se enfoquen en atender a las familias en situación de riesgo y en prevenir la separación de los núcleos familiares cuando sea innecesario. Para Granada, en ocasiones hay personas que parecen más enemigas que protectoras de la niñez, porque a veces falta sensibilidad, capacitación y mayor sentido de cuál es su papel, sobre todo jueces de familia o funcionarios que trabajan en el sistema de protección.
Entonces, es muy importante asegurar de parte del Estado la idoneidad de ese personal, pero además que la familia y la comunidad sean fortalecidas. Ximena Norato, directora de Pandi, entidad aliada de la niñez, reitera que para las organizaciones que se suman a esta apuesta es vital el fortalecimiento familiar: “Si tuviéramos familias muy fortalecidas, así sean pobres, que no les peguen a los niños, no los dejen abusar, no los dejen solos en la calle, pues muchas violencias se evitarían ”.
En medio de los distintos programas del Departamento y los municipios de Antioquia para atender y proteger los derechos de los menores de edad, una de las mayores apuestas, en la que muchos ponen la mirada, es Tejiendo Hogares. La lidera la primera dama de Medellín Margarita Gómez y está enfocada en fortalecer a las familias con diversas herramientas, acompañamiento y oferta institucional para promover que sean entornos protectores, el primer sitio donde se eviten situaciones como deserción escolar, consumo de sustancias o embarazos adolescentes. La premisa es enseñarles a las familias a relacionarse, a evitar y rechazar violencias sexuales en el hogar y cualquier tipo de maltrato o negligencia en la crianza.