Si el subregistro es una constante en los casos de violencia sexual dentro de nuestra sociedad, en las comunidades indígenas parece ser mayor, lo que agrava aún más una problemática que se sabe que existe pero permanece callada.
Datos de la Unidad para la Atención y Reparación Integral a las Víctimas indican que durante 2023 se registraron 192 casos de violencia sexual en el marco del conflicto armado en Antioquia y van 24 reportados en lo que va de 2024. Los municipios donde más episodios de este tipo se han presentado son Cáceres (17), Segovia (14), El Bagre (13) y Apartadó (12).
Por otra parte, en una caracterización de las víctimas de violencia sexual realizada por el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) se tiene que en el 88% de los casos las víctimas son mujeres y en el 24% se trata de menores de edad.
Adicionalmente, según la misma clasificación, cerca del 3,8% correspondían a mujeres indígenas de diferentes etnias. Ese bajo porcentaje, en vez de tranquilizar es motivo para tratar de escudriñar lo que pasa realmente, porque se asume que existe un subregistro al respecto. Esa es la situación sobre la que quiere actuar el CICR con la publicación de una cartilla que fue adaptada al idioma y la cosmovisión de las comunidades Emberá que habitan en Antioquia.
“Son casos que todavía no se cuentan, y la idea con la cartilla es que ellas no tengan miedo, sino que se sientan libres de contar a una persona de confianza si le está pasando eso”, apuntó Luz Nelly Sinigüí, una lideresa del resguardo Chaquenodá, ubicado en Frontino (occidente, en límites con Chocó) que participó en la elaboración. Ella ha sabido de jovencitas que se cuelgan de árboles en comunidades vecinas y jamás se supo por qué, pero sospecha que algunas podrían estar relacionadas con esa violencia sexual en que las víctimas han permanecido calladas.
Liney González, también emberá y quien se desempeña como asesora indígena del CICR en la delegación de Antioquia, explica que la violencia sexual ha estado invisibilizada en los pueblos ancestrales bien porque el perpetrador sea un actor armado o un integrante de la misma comunidad, pero además por el temor al rechazo y el señalamiento hacia las personas que la han padecido. Otro motivo puede ser el descontento con las sanciones que se imponen.
Recalca que “eso hace que no se hable del tema y que se haga invisible, que no haya muchos registros, como se quisiera”. Y sí ya de por sí el fenómeno es traumático para cualquier persona, resulta más todavía en ese ámbito debido a que en la cosmovisión indígena en un acto de este tipo no solo hay una afectación para el cuerpo físico sino para el cuerpo espiritual, para la familia y para el territorio.
“Como nos regimos bajo principios como el de unidad, el hecho de que le pase algo a una persona afecta a la comunidad en general y hasta al territorio”, acota. También hay otras particularidades con respecto a los kapunías (personas no indígenas) y los indígenas consideran que el victimario en episodios de violencia sexual es una persona que está desarmonizada y a la vez causa desarmonización en el otro sobre el cual recae el acto violento. Por eso en esas ocasiones actúan los jaibaná, los líderes espirituales, que con sus hierbas, bebedizos y rezos restauran la armonía de los individuos, de sus mentes y también del cuerpo social.
Castigos y problemas
Pero de manera paralela, el camino señala que se debe acudir al cabildo local y al cabildo mayor, que tienen una autoridad jurisdiccional especial que ejercen con base en un reglamento interno que cada comunidad establece.
En principio los castigos son el trabajo comunitario o periodos amarrado al cepo que se van prolongan dependiendo de la gravedad de lo acontecido, y cuando ven que el asunto es tan grave que requiere un castigo mayor acuden a la justicia ordinaria de los occidentales.
“Normalmente, ante un maltrato no grave se da una sanción por ahí de 48 horas de cepo”, cuenta Yuly Bailarín, otra lideresa emberá que participó en la formulación de la cartilla, y detalla que una falta leve de este tipo puede ser por ejemplo que un hombre coja del pelo a una mujer, pero si es que la golpea se va duplicando o triplicando el periodo de dolor y vergüenza pública.
Onnadina Ortiz, quien es oficial de Protección de la oficina del CICR en Medellín, indica que una falencia es que la actuación está muy centrada en el castigo al victimario pero no en la atención de la persona que sufre el acto violento.
Tratándose de pueblos que muchas veces están perdidos entre selvas –por ejemplo para ir donde Yuly y Luz son 6 horas en carro y 6 horas a caballo-, las comunidades se ven inermes y por eso han ideado prácticas de autoprotección para blinda a sus mujeres de ser violentadas sexualmente por extraños y que son validadas por esta cartilla del CICR llamada “Apoyo y orientación a las personas Emberá Eyabida víctimas de violencia sexual en el marco de los conflictos armados y la violencia armada”.
Una de esas conductas es que las mujeres se hagan acompañar por sus parientes o esposos cuando se dirijan al río a bañarse o a lavar la ropa.
En algunos poblados, tienen también prohibido hablar con extraños y mucho menos aceptar sus amoríos, lo que algunos interpretan como una práctica autoritaria y discriminatoria, pero culturalmente tiene un fin protector.
Un fenómeno sobre el que no se pronuncia la cartilla, debido justamente al respeto que le guarda el CICR a las culturas, es que aunque en general la ley colombiana penaliza las relaciones sexuales de un mayor de edad con menores de 14 años, en los pueblos indígenas es común el establecimiento de parejas desde los 12 años.
Luz, siendo parte de esa tradición, la cuestiona y asegura que ahora que se está concientizando sobre la protección contra violencias sexuales podría ser ese un buen escenario para que los indígenas la evalúen con sentido crítico.