Pablo Escobar no murió. Está vivo y se la pasa deambulando por las escaleras y el viaducto de la comuna 13 con lapicero en mano para anotar en su libretica los nombres de sus condenados a muerte.
Otras veces lo han visto a bordo en una moto Vespa o, con un walkie talkie en mano, alardeando con un fajo de billetes que despliega formando un abanico para simular aliviarse del calor que hace en estas cumbres citadinas.
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Solo se trata de la personificación que hace un actor primerizo pero resulta una buena muestra de lo que está pasando en la comuna 13, donde la imagen del Patrón del Mal está reemplazando a pasos agigantados el mensaje de superación y resiliencia que hace doce años le comenzó a dar fama a esta parte de Medellín hasta convertirla en el principal visitadero de extranjeros y personas venidas de otras ciudades.
Las escaleras impulsadas a motor tenían el propósito de hacerles más llevadera la vida a miles de habitantes de los barrios Independencias que al no contar con vías convencionales para llegar hasta sus casas en esas empinadas cumbres les tocaba subir en hombros el mercado, siendo la situación todavía más azarosa para personas con discapacidad o entrados en años, los cuales quedaban prácticamente condenados a estar confinados.
Muy pronto los medios de comunicación internacional empezaron a publicar lo exótico de este medio mecánico que hasta entonces estaba reservado para centros comerciales exclusivos y ahora rompía la cotidianidad en un conjunto de barrios pobres.
Así fue que comenzaron a llegar los turistas con este como el mayor atractivo, unido al Grafitour que les permitía a los foráneos hacer un recorrido por la historia local a partir de los muros pintados con escenas macabras que la recordaban.
Camisetas y todo tipo de objetos con la imagen del jefe del Cartel de Medellín se ofrecen en las escaleras eléctricas y el viaducto de la comuna 13. FOTO: ESNEYDER GUTIÉRREZ
El saldo positivo a la par con la generación de una alternativa económica para los vecinos del complejo mecánico fue la superación del estigma que pesaba sobre ellos como una peste y el posicionamiento de una narración que los ponía en el primer plano como víctimas, pero también como ejemplos de resiliencia.
Sin embargo, hoy día, con un turismo salido de madre –se calcula que el primer semestre de este año esa zona recibió casi 900.000 visitantes– la idea inicial que reivindicaba el relato propio está sucumbiendo ante el afán mercantilista y lo están opacando ficciones que ligan este territorio con el narcotráfico.
La teoría de que las narcoseries serían el origen de la fiebre fetichista por el capo parece confirmarlo el hecho de que el Escobar de carne y hueso que se roba las miradas por acá tiene un fuerte parecido más con el personaje de “Escobar, el patrón del mal’ que representó Andrés Parra hace once años, que con el real que sembró de terror a Colombia.
También así lo refuerza la poco coincidente presencia de un hombre bigotudo que remeda a El Cabo, otro personaje escapado de la serie El Cartel que, como personaje de reparto que es, cobra 5.000 pesos por cada foto que se deja tomar, la mitad de lo que le pagan al Patrón.
Caminando por las escaleras o por el viaducto central de la comuna 13, de pronto uno se topa con una imagen que parece salida de la pantalla. Es un Escobar crespo, de bigote, patillón y con la panza que apenas se insinúa. Va dotado de un walkie-talkie y hace la pantomima de abanicarse con un fajo de billetes.
En su representación, les sonríe a los transeúntes, saca el bolígrafo y hace el ademán de señalar con su dedo a la persona más próxima, tal cual popularizó una serie al original cuando apuntaba en una libreta de bolsillo el nombre de la próxima víctima mortal.
A su lado, un hombre entrado en años con megáfono en mano grita: “Escobar está vivo, tómese la foto con él”.
Una pareja para y el hombre saca un billete de 10.000 pesos para pagar; al instante ella posa al lado del capo; tienen cara de latinos. Luego, de seguro, cuando retornen a su ciudad o país de origen, mostrarán esa imagen en recuerdo de su experiencia en la comuna 13, de Colombia.
Otra dos chicas caminan despacio observando la escena y una le dice a la otra emocionada: “¡Es Escobar!” en un acento que se parece al de las telenovelas de Verónica Castro. Esperan a que quienes estaban antes terminen y la primera pasa a abrazar al capo para inmortalizar el encuentro a través de la imagen que su amiga capta con el celular.
Después intercambian roles y la segunda finaliza dándole un beso en la mejilla al doble del delincuente fallecido hace tres décadas, cuidando de salir bien ante el lente del teléfono móvil de su compañera de periplo.
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Una de ellas contará que en realidad son guatemaltecas y llegaron a la ciudad hace tres días. “Soy fan de Pablo Escobar”, confiesa. Después añade como explicando lo injustificable muy por dentro de su conciencia: “Yo sé que fue malo en su momento, pero ayudó a muchas personas que el gobierno no ha ayudado”. Luego apura el paso para esquivar cualquier contrapregunta.
Al abordarlo y preguntarle cómo se llama, con un acento paisa exagerado que arrastra las eses, el Escobar dice: “Mi nombre real es Pablo Emilio Escobar Gaviria, el patrón de patrones”.
Tras una risotada y ya con su voz natural acepta que vive en Bello, que se llama Mario (sin apellido), pero que está personificando al legendario jefe del Cartel de Medellín más o menos desde 2018.
“Todo comenzó cuando mis hijos me propusieron que me disfrazara de Pablo –así, a secas, como si fueran viejos conocidos–; me conseguí un bigote postizo y una peluca”, cuenta.
Al percatarse de que su parecido causaba revuelo, se tomó la cosa en serio, se dejó crecer el bozo natural, el cabello ondulado y las patillas, y comenzó a ver cuanta serie hay del Patrón para doblar su voz y ademanes.
Lo demás fue adquirir la utilería: camisetas tipo polo a rayas, bluyines clásicos, los infaltables tenis, el radio de comunicaciones, la libreta y el lapicero. Lo de la Vespa que simula ser la misma que el capo manejaba cuando contrabandeaba cigarrillos y la Calimatic 175 de sicario vino después.
El último Jueves Santo Mario se paseó por la comuna 13 con la familia y aterrizó en el museo que tiene Laura Escobar, la sobrina del capo, en la entrada de la zona turística.
Acordaron que ella le pagaría un salario mínimo y partirían las ganancias por las fotos. Pero la sociedad no duró mucho porque él se sintió inconforme con que ella se quedara con el 70% y el 19 de julio se le adelantó al grito de independencia.
Al trabajar por cuenta propia la ganancia no se dispersa porque el único gasto es el perifoneo que le hace un familiar y lo que se gaste en transporte y comida. “Mucho gusto señores, habla Pablo Emilio Escobar Gaviria. Yo me siento orgullosamente feliz y contento de que ustedes estén acá en la comuna 13 visitándome. Les está hablando el patrón de patrones, muchas gracias”, es parte de su repertorio.
Mario confiesa que el personaje con el que convive las 24 horas del día es duro de llevar porque así como muchos lo aman, otros tantos lo odian a rabiar. De hecho, no falta tampoco el que le recrimina y hasta lo trata de “hijueputa” al recordarle la época trágica que determinó Escobar para la ciudad y el país.
No obstante, él se aguanta porque el nuevo empleo resulta de todas maneras más cómodo que su anterior oficio de taxista, donde era imposible, como actualmente lo hace, descansar dos días a la semana.
Este Escobar no es de los hombres más ricos del mundo pero en menos de diez minutos se metió al bolsillo 30.000 pesos gracias a su increíble parecido con el de verdad, y eso que apenas es jueves antes del mediodía, cuando el turismo apenas calienta motores.
Como si fuera poco, apenas entrando a la parte central del barrio Veinte de Julio y a solo unas tres cuadras del sitio donde empieza a empinarse más la cuesta para dar a entender que estamos entrando al intríngulis del ambiente comunero, hace un año surgió un museo dedicado al jefe del Cartel de Medellín, atendido por una sobrina de este.
Andrés Felipe, vendedor en uno de los puestos callejeros del viaducto, justifica que los turistas comenzaron a preguntar dónde conseguir cosas relacionadas con Pablo Escobar y el pragmatismo de los comerciantes los llevó a surtir todo tipo de objetos con la imagen del capo para evitar que el negocio se les esfumara de las manos. Eso hace como dos o tres años, según recuerda.
Una y otra cosa se fueron dando: los negocios que pululaban por doquier fueron copando cada rincón posible e imposible, tapando incluso lo que había sido el principal atractivo, es decir los grafitis que narraban a Orión y las otras operaciones militares, y a la par, esos nuevos locales se llenaron de camisetas con el rostro de Pablo Escobar en distintas poses y otras con su sentencia de “Plata o plomo, la decisión es tuya”; gorras con su foto, llaveros, imanes para nevera –uno tiene el dibujo de Escobar disparando al tiempo cuatro revólveres– y hasta una réplica laminada de la cédula de este en blanco y negro.
Alguien podría calificarlo como un solapamiento que se acerca al pudor pero las tallas de las prendas son para adultos. Al lado hay camisetas de La Bichota, de “Medellín es una chimba” u otras con cualquier frase estereotipada por la cultura popular.
También, apenas entrando a los peldaños de cemento que están antes de las escaleras eléctricas, en Las Independencias 1 una valla promociona el “Book Pablo Escobar” que dice ser un homenaje a las víctimas de Escobar y su cartel. En otro puesto, en pleno viaducto, se exhibe a la par el libro C-13, sobre la historia de la comuna, en 30.000 pesos y “Pablo: secretos de la cacería contra Escobar” por 60.000 pesos.
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El vendedor justifica que la diferencia en el precio no obedece a que la historia que cuenta uno esté sobrevalorada sobre la del otro, sino a que el segundo contiene 85 láminas a color.
Los compradores de todas esas mercaderías que dan una idea de la realidad hecha a la medida de lo que quieren reforzar los consumidores suelen ser extranjeros.
En todo este afán por atar piezas de dos rompecabezas diferentes, con tal de hacer que la historia que vienen buscando los forasteros encaje con la de este lugar, algunos guías han llegado a la desfachatez de inventar que una de las viviendas que conforman este enjambre barrial fue donde acribillaron a Escobar el 2 de diciembre de 1993 y otros han inventado que estas casas fueron las que el narco les donó a las personas más pobres de la ciudad, las cuales están en verdad en el barrio Medellín sin Tugurios o barrio Pablo Escobar, en la comuna 8.
Varios guías con los que habló EL COLOMBIANO le endilgan el amañamiento de versiones a que buena parte de los comerciantes y los guías son advenedizos y han ido desplazando a los originarios de la misma zona.
En eso coincide Jhon Martínez, vocero de la corporación artística y cultural Residentes de la 13, quien señala el comercio desordenado que invade el espacio público como un mal que ha sido producto del boom turístico.
“Eso ocurre por los comerciantes que vienen desde el Centro, que son los que hacen apología de ese personaje sin tener conciencia del daño que hizo; los nativos de la zona, que crecimos en el territorio, tenemos esa conciencia de no comerciar con artículos de esos. Como asociación de comerciantes estamos en contra de eso”, asegura Martínez, a la vez que advierte que sin embargo no tienen autoridad para impedir que ello suceda.
Según él, el tema ya ha sido motivo de reuniones con la subsecretaría de Espacio Público y hasta con el propio alcalde, Federico Gutiérrez.
“La idea nuestra es volver a crear un turismo que sea sostenible y que no se pierda el sentido artístico que tenía la comuna 13”, apunta.
El antropólogo Andrés Arredondo, quien integra el Comité de Impulso de Acciones de Memoria de la Comuna 13, considera que con esta mercantilización exacerbada se está generando una traslocación del sentido que se les había dado a expresiones artísticas como el Graffitour, que se habían constituido en acciones reparadoras del sufrimiento que pasaron estas comunidades con la violencia. En sus palabras, estamos asistiendo a un verdadero “memoricidio”.
Un santuario a la memoria del capo
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