Frente a un espejo que conoce de memoria todos sus gestos, José Gildardo Zapata ajusta con cuidado un sombrero de ala ancha. Mientras acomoda los pliegues de las mangas y pule con esmero el zapato de charol que refleja la luz tenue de su habitación, dice con fuerza: “¡Hoy soy el mariachi! ¡Ay, ay, ay!”.
Sus movimientos son seguros, casi ceremoniales, al ponerse una chaqueta que alguna vez tuvo otro dueño, pero que en sus manos y su imaginación cobra nueva vida. “La clave está en que la ropa hable por uno, y uno calladito”, dice, mientras evalúa su reflejo de pies a cabeza, como quien contempla una obra maestra.
José, de 68 años, ríe con picardía mientras asegura: “Estoy muy culicagado”, desbordando una energía que desmiente el paso del tiempo. En su pequeña habitación, rodeada de sombreros, pelucas, máscaras, chaquetas y accesorios de todos los colores, ha creado un mundo propio donde cada disfraz abre la puerta a una nueva personalidad.
Desde hace más de 35 años, este hombre de mirada vivaz y sonrisa astuta ha encontrado en los disfraces su razón de ser, una forma única de llevar alegría al centro de Medellín y a su barrio Veinte de Julio, en San Javier.
Era 1989 cuando todo comenzó. De camino al trabajo, los visos de una peluca llamativa en la calle se adueñaron por completo de su atención. Esa imagen lo acompañó durante toda su jornada en la Central Mayorista, mientras cargaba bultos al hombro y llevaba mercancías de un lado a otro.
Al día siguiente, decidió comprar una peluca rubia y usarla en el trabajo. La reacción fue instantánea: sonrisas, cuestionamientos de si estaba bien mentalmente y carcajadas. Desde entonces, no ha parado. Superman, Hulk, Gokú, una mujer con brasier y tacones, militar, gorila, zorro, payaso y mariachi son solo algunos de los personajes que ha encarnado, aunque su favorito siempre fue el mariachi, apodo con el que lo conocían en la Mayorista.
Al principio, su jefe se enfurecía al verlo llegar disfrazado, pero no tardó en sucumbir al colorido encanto de sus disfraces. José solía cambiarse en el trabajo para no ensuciar los disfraces, pero al salir, se los volvía a poner con orgullo. Nunca le ha gustado andar en bus, taxi o carro: “A mí me gusta es caminar o andar en mi bicicleta y que me vean el disfraz”.
Cada mañana, su rutina es casi sagrada. Primero, elige un personaje. No es una decisión al azar; José escucha a su intuición y a su espejo. “Mi espejo me dice qué ponerme. Si no combina, me lo quito y pruebo otra cosa, hasta que me dice: ‘¡Uy, quedaste muy elegante!”, explica señalando una colorida colección de prendas. Una vez definido el atuendo, se viste con cuidado, prestando atención a cada detalle, que no queden pliegues mal parqueados, arrugas o texturas que no le gusten o le incomoden.
Después, baja la loma rumbo al Centro Vida de San Javier, a solo tres minutos de su casa. Allí toma su media mañana y asiste a clases de manualidades y aeróbicos. Por la tarde, regresa a casa, se cambia de disfraz y vuelve al Centro Vida para el almuerzo y otra clases de aeróbicos, porque hasta con disfraz hace su clase de cardio.
En las tardes, José vende dulces y cervezas desde la ventana de su habitación para cubrir sus necesidades básicas, mientras espera que llegue el subsidio de Colombia Mayor. Con lo que gana, ahorra a falta de una pensión segura y cubre los gastos para comprar más disfraces, pelucas o máscaras que alimenten su pasión.
”Mi único propósito es alegrar a la gente”, asegura. Y de ello pueden dar fe los asistentes al Centro Vida. Una de ellas, entre risas, comenta: “Todos los días llega con un disfraz diferente. Nos hace felices y marca la diferencia. Siempre estamos esperando a ver qué se va a poner. Hace los aeróbicos y todo, vestido así”.
”Cuando me pongo un disfraz, no soy solo yo. Me convierto en el personaje, y eso se nota en cómo camino, en cómo hablo, hasta en cómo saludo”, dice mientras ajusta una capa. Y es cierto: cada vez que sale disfrazado, José no solo lleva ropa diferente; lleva una actitud, una energía que transforma el ambiente a su alrededor, le saca sonrisas a los niños y le levanta las cejas a las señoras con gesto de pregunta.
En una ocasión, vestido de sacerdote, entró a una iglesia y se encontró con una señora que lo miró de pies a cabeza. “Me dijo: ‘Señor, con ese traje parece un obispo’. Le respondí: ‘Entonces, que Dios la bendiga’”. Esas interacciones espontáneas son las que más disfruta. “La gente se sorprende, se ríe, y para mí eso es lo más importante”.
En el centro de Medellín, José es un imán para las cámaras y los niños. “Cuando llego, sus caras cambian. De una vez sonríen y me preguntan quién soy. Eso, para mí, es lo más bonito”. José recuerda con especial cariño las invitaciones que le hacen a hogares de niños para que les irradie de color el día. “A los niños les encanta cuando me ven llegar y eso, para mí, es lo más bonito”.
Además de los disfraces, hay una compañera inseparable en sus aventuras: su bicicleta. Con ella recorre las calles de Medellín, llevando su alegría a todos los rincones de la ciudad. “Mi bicicleta tiene 21 años conmigo. Está pintada, decorada, y me ha acompañado toda la vida. Es mi niña y por eso la cuido tanto y la pongo bonita”, comenta con orgullo.
Y, ante tanto color, varias personas han sentenciado a José, entre dientes, con la locura: “Hubo momentos en los que la gente no entendía lo que hacía. Me miraban raro, como si estuviera loco. Pero yo les decía que más locos eran ellos, porque hablaban. Yo solo me visto diferente y guardo silencio”.
Al final del día, José regresa a su habitación, se quita el disfraz y vuelve a mirarse en el espejo. Pero esta vez no está evaluando su atuendo, está reflexionando sobre las sonrisas que logró sacar, las historias que compartió y la alegría que llevó a los demás.
“Cada disfraz es un pedazo mío. Por eso me ha dolido cuando he prestado pelucas y no me las han devuelto, o cuando se me ha dañado un disfraz. Cuando me los pongo, no solo me transformo yo; transformo el mundo que me rodea”, dice, mientras guarda cuidadosamente su sombrero de ala ancha y su chaqueta.
Mañana será otro día, otro personaje, otra oportunidad de hacer lo que más le gusta: llevar alegría. Y, frente a ese espejo, José volverá a ajustar un sombrero, a acomodar una capa, y a inspeccionar cada detalle de su atuendo. Porque, para él, la vida es un carnaval, y él, con sus 515 disfraces, es el alma de la fiesta.