El pequeño puesto de flores artificiales de Teresa Corrales, lleno de colores vivos, contrasta con las lápidas de mármol gris que custodian el cementerio San Pedro. Ese lugar, más que un negocio, es un punto de encuentro donde madres como ella, que han perdido a sus seres queridos, buscan mantener con vida los recuerdos a través de las flores. Porque, aunque existen términos para la viuda y el huérfano, no hay uno para las madres que entierran a sus hijos.
Teresa llegó allí en 1990, marcada por la pérdida de cinco de sus seis hijos durante los años más duros de la violencia en Medellín. “En el 91 me mataron a tres. En noviembre del 92, a otro; y en diciembre, al quinto. Me fui quedando sin ellos, y la única opción que me quedó fue trabajar aquí, para sobrevivir”, relata, mientras sus ojos reflejan el peso de un dolor que nunca se desvanece.
Fue entonces cuando se quedó con su hijo menor, quien, a su lado, aprendió el oficio de las flores para ayudar a mantener el hogar.
Su historia comenzó vendiendo novenas a las almas del purgatorio, una tradición que poco a poco fue perdiendo seguidores. “La gente ya no le rezaba tanto a las ánimas, y mi hermano me dijo que probara con las flores”, cuenta Teresa. En lugar de las naturales, que se marchitan rápidamente, Teresa optó por las artificiales, convencida de que un toque de color duradero ofrecía mayor consuelo. “Cuando alguien vuelve al cementerio, sea en un mes o en un año, encuentra la tumba bonita, como si nunca se hubieran ido”, explica, mientras acomoda los ramos en su mesa, que desbordan tonos vivos.
Teresa se casó joven, a los 15 años, y pronto quedó sola con sus hijos pequeños. Desde entonces, aprendió a sobrevivir en un mundo que no siempre fue amable.
La vida la llevó a trabajar donde pudo: en casas, en restaurantes y en cualquier lugar donde le dieran una oportunidad. Sin embargo, siempre volvía a las puertas del cementerio, su único refugio estable. “Esta cuadrita ha sido mi vida entera”, dice con una mezcla de nostalgia y orgullo.
En su memoria quedan días difíciles, como aquellos en los que los enfrentamientos entre combos se desataban durante los entierros. “Nos tocaba tirarnos al suelo o correr, pero aquí seguíamos, porque de esto vivíamos”, recuerda.
Con el tiempo dejó las flores naturales, que atraían insectos y requerían cuidados constantes, y se volcó por completo a las artificiales. Hoy, el pequeño negocio de Teresa depende de la calidad de las flores, muchas de las cuales son importadas. “Es difícil conseguirlas. A veces hay que esperar meses para que lleguen, y las de acá no son tan bonitas ni duraderas”, dice, y aunque no cuenta con una pensión, Teresa recibe un pequeño subsidio de $80.000 de la Alcaldía. “Hay que trabajar, porque si no, ¿cómo hacemos?”, dice con resignación.
A pesar de las dificultades, Teresa sigue al pie del cañón, atendiendo desde las 8:00 a.m. hasta que el último entierro del día termine.
Y como una certeza que trae la vida es la muerte, Teresa no solo trabaja en el cementerio San Pedro, también quiere descansar allí cuando llegue el momento. “Quiero que me entierren aquí, para cuidar de mi hijo y mis nietos, para que continúen con esta labor”.
Ella vive con su hijo menor, su nuera y varios nietos y son quienes le ayudan con el negocio cuando las fuerzas no le alcanzan. “Ya no soy capaz de tanto, pero aquí seguimos”, confiesa.
Teresa ha visto 34 años de cambios, entierros e historias en la entrada del cementerio, uno de sus recuerdos más dolorosos fue durante la pandemia del covid-19. Relata que las familias apenas podían despedirse de sus seres queridos y las medidas de higiene eran estrictas. “Fue muy duro. Ver a la gente pegada de la puerta suplicando para entrar”, recuerda.
Sin embargo, ni siquiera una pandemia logró alejarla de su puesto. Aunque las ventas cayeron, su compromiso con el trabajo y sacar adelante a su único hijo la impulsaban.
El puesto de Teresa simboliza la resistencia de una madre que, en medio de tanto dolor, ha encontrado una forma de mantenerse firme. Como las flores que vende, Teresa representa una belleza que logra resistir el paso del tiempo y las tormentas de la vida, así como sus flores artificiales.