Los ríos Cauca, San Juan, Sinifaná, Cartama y Penderisco son los cinco grandes brazos que bañan y arropan a una de las subregiones más bellas de Antioquia.
Atravesada por las empinadas montañas de la cordilleras occidental y central, los 23 municipios que conforman este territorio todavía narran la historia de bravíos antepasados que se adentraron en el monte para forjar una de las zonas más prosperas del país, dedicada principalmente a la agricultura y la minería.
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Fue por esa adusta geografía que oleadas de colonos empezaron a dominar la naturaleza desde las últimas décadas del siglo XVIII, en una ardua empresa que también le daría forma a lo que hoy hace parte de los departamentos de Caldas, Risaralda y Quindío.
Tal como lo reconstruye el profesor Alberto Valencia Llano, doctor en filosofía e historiador apasionado por la colonización antioqueña, aquellas primeras generaciones que se lanzaron desde la región central de Antioquia hacia al sur, hacia la década de 1780, se adentraron en la misma selva antes habitada por las comunidades prehispánicas.
En una revolución agraria, estos andariegos lograron abrir caminos de herradura a punta de azadones y machetes, que luego hicieron posible que por la región transitaran los primeros caballos y mulas que transportaron las mercancías y los materiales con los que se levantaron los pueblos.
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Pese a ser una región difícil, en la que conviven todos los pisos térmicos, estos pioneros llegaron atraídos por lomas llenas de arboles maderables y frutales, animales de caza y una tierra rica en nutrientes apta para la agricultura, que aún hoy concentra el 4,69% del Producto Interno Bruto antioqueño, según datos del Dane con corte a 2021.
Pese al paso implacable de los años, el Suroeste todavía conserva esa vocación rural y es después del Occidente la subregión con mayor porcentaje de población que todavía vive en el campo, 59%.
“Las primeras familias que se atrevieron a viajar hacia el sur encontraron una selva que siglos atrás había estado poblada por las comunidades indígenas, pero que se hallaba abandonada”, narra el historiador Valencia Llano en un texto publicado por el Banco de la República.
“Se dieron a la tarea de colonizar esa selva y con tal fin horadaron montañas, organizaron ranchos para vivir y cultivaron productos tales como maíz y frijol”, señala.
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Además de su importancia como dispensa de alimentos de Antioquia y el país, papel que cobró todavía más peso cuando la trama urbana cubrió las fértiles tierras del Aburrá tras su proceso de industrialización, el Suroeste también cumplió un papel fundamental en esa epopeya que transformó a la región central del departamento en uno de los núcleos fabriles más importantes de Colombia.
Fue por esas mismas montañas que desde 1907 comenzaron a clavarse los primeros rieles que darían forma al Ferrocarril de Amagá, que inició sus obras con un capital de 1 millón de pesos oro de la época y que tomó como referencia diseños que ya venían pensándose desde la década de 1870 de la mano del ingeniero Francisco Javier Cisneros.
Como testigo de esa colosal empresa de hierro, un siglo después todavía se mantiene en pie el imponente viaducto de Amagá, cuyo tramo más grande logró vencer la barrera natural que representaba la quebrada Sinifaná para el paso de las locomotoras.
Gracias a esa arteria que luego se integró con la vía férrea entre Medellín y Puerto Berrío, y que logró sacar a Antioquia hacia el río Magdalena, el Suroeste pudo sacar al mundo uno de los mejores cafés del país y el carbón que encendió las calderas de las fábricas de Medellín y el Valle de Aburrá.
En el tercer día de consideraciones, la novena de aguinaldos dice: “Del alma del Niño Jesús pasemos ahora a su cuerpo, que era un mundo de maravillas, una obra maestra de la mano de Dios”.
Sea esta festividad una excusa para celebrar otro mundo de maravillas que habita en la geografía antioqueña y que hoy se abre a propios extraños para que conozcan la historia de quienes forjaron al departamento e hicieron posible su desarrollo.