Tras la masacre de Villatina, pasó de promesa del fútbol a activista: la historia de John Fernando Mesa

Julia Velásquez Torres, socia de Holland & Knight Colombia.

Si fuera por tradición familiar, John Fernando Mesa hubiera sido carnicero o zapatero, de niño y joven soñó con ser futbolista profesional y casi lo logra; pero terminó de historiador e inmerso en una práctica de tiempo completo como activista por la paz.

Mesa fue por muchos años y hasta hace pocos meses coordinador de la Mesa por la Vida de Medellín y de Redepaz —la Red de Iniciativas por la Paz— en Antioquia. También ha sido parte del Consejo Municipal por la Paz y aún ocupa un puesto en el Consejo Departamental de Paz. Desde hace muchísimos años, prácticamente no hay marcha o acto en defensa de los derechos humanos y la paz donde no se le vea con su cabeza calva, la voz adolescente (estas dos a destiempo) y con una sonrisa que parece parte de su uniforme personal.

De él también puede decirse que es heredero del relato de los que migraron del campo a la ciudad, bien por motivos económicos o de violencia. Cuenta que su abuelo paterno, un zapatero oriundo de Puerto Berrío, se vino de su pueblo en busca de mejores oportunidades laborales. Por el lado materno, la familia era de carniceros muy liberales en un pueblo conservador como Sonsón, por lo que prácticamente tuvieron que escapar en los días posteriores al asesinato del caudillo Jorge Eliécer Gaitán.

Así fue como ambas estirpes terminaron y como tantas familias desplazadas del Oriente antioqueño llegaron al barrio Buenos Aires. Y así se conocieron la mamá y el papá.

El abuelo materno consiguió un empleo como tipógrafo en la Universidad de Antioquia, cuando todavía no estaba el campus de la calle Barranquilla sino que funcionaba en el Centro de Medellín, y ejerció este oficio hasta jubilarse. Por esa vía Jhon Fernando tuvo un contacto temprano con la alma máter antioqueña.

Estudió hasta octavo en el liceo El Sufragio del barrio Boston, pero resulta que sus dotes de futbolista lo habían llevado a las divisiones inferiores del Atlético Nacional y como los entrenamientos eran en las mañanas tuvo que cambiarse a un colegio público —el León de Greiff de Buenos Aires— donde las clases eran por la tarde.

Jugaba como volante mixto y con muy buena proyección al ataque. Cuenta que su llegada al “verde” fue porque solía jugar en torneos callejeros y un día un vecino que le vio sus cualidades lo recomendó con el director técnico de las inferiores, que entonces era Nelson Gallego.

—El primer día de pruebas había como 300 pelados, casi me devuelvo. En la cancha estaban Hugo Gallego, Nelson Gallego, Pedro Pablo Álvarez y el “Bolillo” Gómez, cuatro figuras. Preguntaron quiénes eran volantes y empecé a jugar, toqué el balón como cuatro veces y me sacaron. Pensé que hasta ahí había llegado, pero Nelson me dijo que con eso él ya se daba cuenta si yo sabía jugar o no, que ya había pasado el primer filtro, pero que me iban a seguir mirando —cuenta John Fernando.

De los 300 quedaron apenas 40 y el resto de semana fue de pura observación, siguió y fue elegido para ascenso juvenil, donde vivió una experiencia que lo marcó: en octubre de 1998 el equipo fue a un intercambio a los Llanos Orientales y de regreso el conductor sufrió un paro cardiaco, de manera que el carro se chocó en Guarne contra una roca. El conductor falleció, Nelson Gallego sufrió una fractura que lo dejó cojo, un joven tuvo fractura de mano, a otros se les estropearon los dientes y esta promesa del balompié tuvo fractura de tibia izquierda –es zurdo–.

Luego de que John Fernando se recuperó, Juan José Peláez entró como técnico de las inferiores y al tiempo dirigía la Selección Colombia Juvenil, de manera que Mesa llegó a estar en dos concentraciones del equipo cafetero.

“Nacional quedó campeón de Copa Libertadores al año siguiente y nosotros éramos el equipo sparring”, relata orgulloso.

No obstante, el gran momento del Rey de Copas se convirtió en la lápida de su carrera en el balompié para ascender algo les hubiera tenido que pasar al “Chonto” Herrera o a Leonel Álvarez, Jimmy Arango, Bendito Fajardo o Alexis García, que eran imbatibles en la posiciones susceptibles de ser para él de haber ascendido al profesionalismo.

La única opción que le daban era irse al Deportivo Pereira o al Once Caldas, pero como se trataba de escuadras en crisis que se atrasaban en los pagos, él no tenía cómo sostenerse en otra ciudad y renunció a su gran pasión.

—Yo estuve ahí entre 1987 y 1991, pero lo que no es pa’ uno no es pa’ uno —acepta con resignación y asegura que no fue un tiempo perdido porque del fútbol aprendió a trabajar en equipo y a confiar en los otros “porque si al equipo le va bien, a mí también me va bien”, fuera de ganó la amistad de muchas estrellas que fueron de su misma camada como Víctor Hugo Aristizábal y el “Carepa” Gaviria (qepd).

Cambio de escenario

La “baja” de su vida entre estadios y aplausos de la hinchada coincidió con el ingreso a estudiar Historia en la Universidad de Antioquia, en 1992 y su encuentro con el crisol de ideas políticas que se ponían en escena en esas aulas, incluidas algunas que defendían la lucha armada. A la vez, convivía con las realidades del barrio, donde muchos de quienes habían crecido con él se habían convertido en pillos.

—A mí ya me gustaba la construcción de paz y me tocaba leer más que ellos para defender ciertas teorías —apunta.

En la noche del 15 de noviembre de 1992, una docena de hombres armados masacraron en Villatina, un barrio cercano a la vivienda de John Fernando a una jovencita, ocho jovencitos y un adulto. Luego se comprobaría que los asesinos fueron policías, por lo cual el Estado fue condenado.

Ese hecho marcó el futuro del universitario porque el director de Pastoral Social de la Arquidiócesis, Héctor Fabio Henao, creó la Mesa por la Vida y, aún sin que él fuera un asiduo de misas y templos, ni conociera mayor cosa sobre derechos humanos, el párroco de su sector lo invitó a que lo representara en ese espacio.

No solo comenzó a codearse con los “magos” de la defensa de derechos sino que se le abrieron oportunidades de capacitación en organizaciones como Corporación Región y el IPC.

—Mi vida de viernes a domingo era pura capacitación de derechos humanos a la vez que hacia la universidad —anota.

En ese tiempo de efervescencia y convulsión, alrededor de la Mesa por la Vida y de Redepaz, conoció toda suerte de iniciativas barriales y sociales en el departamento y el país porque vale la pena recordar que la Red de Iniciativas impulsó el Mandato por la Paz de 1997 y luego la Semana por la Paz que ya va en el Mes por la Paz, que se conmemora todos los septiembres. Y fue también en ese contexto que se creó en 1999 el movimiento de las Madres de la Candelaria, a semejanza de las Madres de la Plaza de Mayo en Argentina, con el mismo fin de reclamar a los desaparecidos.

Al graduarse, John Fernando de historiador continuó como director del archivo de la U. de A. y cuando funcionarios de la Rectoría se enteraron de su vínculo con estas causas le encomendaron algunos acercamientos humanitarios para resolver situaciones críticas del campus, a la vez que le daban vía libre para que cumpliera con su rol de activista.

Entre 2004 y 2005 sus compañeros de causa decidieron que él ya contaba con la experiencia suficiente para relevar los líderes de las organizaciones de su militancia en cargos que ha ejercido ad honorem.

Desde 2019 y 2020, John Fernando integró igualmente el Consejo Distrital de Paz, Reconciliación y Convivencia y el consejo departamental para el mismo tema, aunque en agosto pasado se tuvo que quedar solo con la última de esas dignidades porque vio un impedimento ético debido a su nueva condición de asesor de la Secretaría de Paz y Derechos Humanos de Medellín.

Desde este trabajo ya no está en “la primera línea” de la movilización social por la paz y los derechos humanos, pero continúa como guardián.

De todo lo vivido, John Fernando sostiene que lo marcó mucho el tiempo que compartió con monseñor Guillermo Vega, a quien, según él y otros que estuvieron cerca, le entregaron la mitad de los secuestrados que fueron liberados en su tiempo en el país. De él dice que aprendió su visión “de lo humanitario, pero también el creer que la gente siempre puede cambiar; lo segundo es la resiliencia y el coraje de las víctimas, que si uno las tuviera, este país sería distinto”.

Mesa no olvida tampoco una experiencia que todavía le saca lágrimas cuando la evoca: La descripción de una madre sobre su hijo desaparecido en el municipio de Granada. En aquel tiempo de terror en el Oriente antioqueño los miembros de la Pastoral Social y de la Mesa por la Vida eran los únicos autorizados por los grupos armados para recoger los cadáveres, y mientras que la mujer le nombraba el color de los pantalones, la camisa y cómo lo habían amarrado, él cayó en cuenta de que la descripción concordaba al detalle con un hombre al que le había tocado desatar, ya muerto.

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