Mauricio Jaramillo, el jardinero que ha sembrado la eterna primavera

Las dos estrellas marcaron una gran época en el fútbol español.

Mauricio Jaramillo es un jardinero de 69 años que se pasa los días caminando por Medellín con los ojos siempre puestos en los árboles. Con mirarlos puede decir no solo su especie, su familia y sus propiedades.

También atina a su origen, a la razón por la que están plantados ahí y no allí, a su función ambiental y paisajística. También, no pocas veces, puede contar la historia de la persona que lo plantó. Le pasa, por ejemplo, con un almendro cuarentón plantado en La Alpujarra, cerca de la antigua estación del Ferrocarril.

Sabe, porque lo preguntó –porque siempre pregunta mucho– que lo plantó sin pedirle permiso a nadie y sin que estuviera en ningún diseño hace 40 años uno de los obreros de los edificios donde hoy funcionan la Alcaldía y la Gobernación. Esa historia de rebeldía lo conmueve.También sabe que hay una ceiba en el Parque Olano, en el barrio Prado, que probablemente haya abrazado y guarde dentro de su tronco un teléfono público que unos taxistas viejos habían instalado ahí en tiempos pretéritos cuando en los barrios existían los acopios. Sabe, como saben ahora muchos, que el árbol más viejo de Medellín es una ceiba pentadra ubicada en la Avenida La Playa, en el centro.Los periodistas volvemos a los mismos temas en tiempos de escasez, especialmente cuando de estos se puede hacer una lista: tres consecuencias del aumento del salario mínimo, cinco planes para hacer en vacaciones, ocho charcos para conocer en Antioquia, los diez árboles más viejos de Medellín. De los árboles hay fotos y versos variados, pero la fuente, al menos en la última década, es la misma: Mauricio Jaramillo, que no tarda en contestar sino en colgar.Su obsesión por los árboles, las flores y la naturaleza la cultivó de niño. Cuenta que sus abuelos tenían bastos terrenos en lo que hoy es El Poblado cuando por allá todo era monte y caminaba con su abuela, su padre y sus siete hermanos mayores recogiendo semillas, oliendo hojas y probando frutos. Su padre, además de jardinear, trabajó en el Ferrocarril de Antioquia y Mauricio guarda en ello cierto orgullo patriótico, heroico.

Por eso, quizás, atiende las entrevistas en esa vieja estación del ferrocarril, desde donde alcanza a ver unas palmas patrimoniales de más de 20 metros, sembradas una al lado de la otra, pero todas con formas diferentes, que aparecieron en la ciudad entre 1940 y 1945 después de que la Sociedad de Mejoras Públicas comprara unas semillas que regó en esa época por todas partes.

De niño fue a los boy scoutt y siguió andando el monte. Su hermano mayor estudió Agronomía y fue generoso con lo que aprendió. Cuando Mauricio entró a estudiar Ingeniería forestal a la Universidad Nacional parecía ya conocerlo todo.Antes de convertirse en el jardinero de una ciudad donde la semana pasada se murió un policía porque le cayó un árbol inmenso en la cabeza, Jaramillo fue zapatero. Con su esposa, con quien lleva casado 40 años, tuvo durante casi 20 una empresa de zapatos y bolsos de cuero que llegó a tener 40 empleados.

Jaramillo viajaba a las ferias de moda en Bolognia, Italia, para traer hormas y herrajes. Fueron tiempos de bonanza: exportaban, le vendían a las grandes marcas, iban a las ferias importantes, abrieron un punto de venta en Centroamérica, pero llegó la apertura económica y se resignó rápido.La nostalgia, que es ya una condena, puede ser fulminante para un jardinero. Jaramillo lo sabe: según sus cuentas son unos 1.000 los árboles de Medellín y sus al rededores los que lo han enamorado. Los visita y les saca fotos con frecuencia. Las fotografías las guarda en unas carpetas en su apartamento, donde apenas tiene espacio para un par de matas.

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A veces guarda semillas de plantas que sabe que difícilmente volverá a ver, pero terminan por perdérsele. Recientemente ha empezado a tomar y a guardar apuntes con cierto método, pero todo lo tiene en la cabeza, ya descubierta hasta la coronilla y terminada en un pelo blanco que cae liso hasta debajo de sus orejas.Fue en 2005, después de cerrar la zapatería y de años de asesorar en burocracia y papeleo ambiental a amigos ingenieros y arquitectos, que empezó a trabajar para la ciudad: en la antigua secretaría de Obras públicas, en la reciente secretaría de Infraestructura, en la Empresa de Desarrollo Urbano, en el Área Metropolitana, en la Agencia para el Paisaje y Patrimonio, etc etc.

Ha tenido tantos trabajos como contratista que todavía no logra pensionarse. El trabajo en todas esas dependencias ha sido siempre el mismo: decir qué hay que tumbar y qué hay que sembrar con su respectivo cómo y por qué.

Hace ya 20 años, por ejemplo, dijo que por la Avenida San Juan, a cada lado de la calle y en el carril del medio había que sembrar ébanos, no solo porque dejan pasar la luz sin obstáculo para las redes de agua, teléfono y luz, sino porque en otros 20 años, probablemente cuando él ya este muerto, ya sus copas se habrán expandido tanto que formarán un túnel.

En 20 años la Avenida San Juan, en Medellín, estará debajo de un túnel de ébanos. Ese podría ser otro título para esta nota. De recomendaciones de esas tiene ya llena la ciudad. Un jardín de guayacanes, ceibas, ébanos, gualandayes y almendros que apenas están terminando la adolescencia, lejos todavía del esplendor de la adultez.

No le importa que estén enclenques todavía. No son los árboles más grandes ni los más viejos sus favoritos. Hay uno que le gusta mucho: una acacia amarilla, originaria de la selva brasilera, de apenas unos dos metros, pequeña, de flores amarillentas que cuelgan como un racimo, de ramas extendidas, una sombrilla en la mitad de un andén enorme de adoquines a un extremo del edificio de Teleantioquia, el de los palitos amarillos.

Está sembrada en un búnker de un metro de profundidad. Una cárcel de concreto sin techo. “Este árbol está vivo porque como decía Atahualpa Yupanki él es un aroma, es un héroe, solo sobrevivir cuarenta y punta de años en ese lugar, a pesar de que está retraído y contenido, y en medio de esas dificultades sigue luchando y produciendo oxígeno y sombra”.“Hay un aromo nacidoEn la grieta de una piedraParece que la rompióPa’ salir de adentro de ellaEstá en un alto pela’oNo tiene ni un yuyo cercaViéndolo solo y floridoTuito el monte lo envideaLo miran a la distanciaÁrboles y enredaderasDiciéndose con rencorPa uno solo, cuánta tierra”.Eso dice la canción.Jaramillo, dije antes, es casado. Lleva la argolla puesta a las caminatas y a las entrevistas. Cuando no anda a pie lo hace en metro. Tiene un carro de hace cuarenta años que saca para ir a misa los sábados y después a una finca pequeña que tiene en el Oriente antioqueño donde pasa horas en silencio contemplando los árboles, el sol, las nubes y unas vacas que ya son tanto de sus vecinos como suyas. “Soy católico, apostólico y romano, y no estoy de acuerdo ni me gusta para nada la cultura woke. Puede ponerlo, a mí no me da pena”, dice.Pero cuando habla de un árbol, Jaramillo piensa en canciones de Atahualpa Yupanki y dice cosas como alma y aura y conexión y emoción y explica la teoría de los colores, “pero con fundamento científico, sin maricadas” y uno lo escucha y tiene ganas de ponerse a llorar de la emoción, y el fotógrafo le pide que escoja un árbol para abrazar, que esa foto quedaría muy buena, pero él se hace el que no escucha.¿Y aparte de caminar y ver árboles qué más le gusta hacer?—Hacer pereza. Soy muy sensual en la pereza. Lo disfruto, sé que voy a hacer pereza porque voy a ser muy contemplativo. La casa (de la finca) es minúscula, solo para comer y dormir, todo está hecho para poder sentarme a mirar el paisaje y sentir o llenarme de ese paisaje. Me quedo hasta la 1 o 2 de la mañana mirando el paisaje de noche, el cielo, las nubes. Mi esposa ya me conoce, se sienta al lado y sabe que no voy a hablar”.

Lea también: Olowaili, la directora de cine indígena que rescata la memoria de su pueblo natal en el Urabá Los árboles, dice Jaramillo, son seres excepcionales, mucho más de lo que la gente comúnmente cree que son. Son un dios. Su dios pagano. “Son seres excepcionales y uno puede conectar muy fácil con ellos a nivel de aura, de energía. Uno siente una especial atracción o cariño por algunos.

Más por unos que por otros, y en la medida en que vos vas caminando a vos te seduce uno y vas y lo buscás y lo mirás bien y le tomás la foto y seguís andando. No necesariamente tienen que ser los más grandes y poderosos porque hay unos que son pequeños y humildes pero tienen una atracción sobre uno y uno pone los ojos en él”. Un dios que se fija en los pequeños y en los humildes.Esa definición sobrenatural de lo que es un árbol bien podría ser un parafraseo de Maurice Maeterlinck, en La inteligencia de las flores, la biblia de esa religión pagana. Disculpen otra cita tan seguida: “Si se encuentran plantas y flores torpes o desgraciadas, no las hay desprovistas de sabiduría y de ingeniosidad.

Todas se aplican al cumplimiento de su obra; todas tienen la magnífica ambición de invadir y conquistar la superficie del globo multiplicando en él hasta el infinito la forma que representan”.Las fotos de Jaramillo, dije ya, están en su apartamento. En las libretas hay algunos apuntes, pero casi todo lo que sabe, que no es otra cosa que la historia de los árboles de la ciudad que lleva la chapa de la Eterna primavera, están en su memoria. No quiere escribir mucho, tampoco que los colegas se pongan celosos, especialmente después de esta nota, pero quiere que lo que sabe, lo que es cierto y verificable y lo que no, se sepa.

Por eso acepta que lo acompañen en sus caminatas, por eso atiende entrevistas y tarda en colgar, por eso esta nota y quizás algún día un libro que termine como el cuento de Borges: “Dejo a los varios porvenires (no a todos) mi jardín de senderos que se bifurcan”.

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