En la penumbra de los días santos, apenas horas antes de partir, el papa Francisco dejó un gesto que trasciende el simbolismo y se graba en el corazón de la Iglesia: 200.000 euros de su cuenta personal fueron destinados a quienes la sociedad suele mirar con recelo o, directamente, olvidar. Presos comunes. Jóvenes privados de libertad.
“Sus últimas posesiones”, dijo monseñor Benoni Ambarus con la voz entrecortada.
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Fue una donación silenciosa, como muchas de las que hizo el papa “del fin del mundo”, pero no por ello menos potente.
El dinero fue a parar a la cárcel de Rebibbia, la más grande de Italia, y al centro de menores Casal del Marmo, instituciones con las que Jorge Mario Bergoglio mantuvo una relación pastoral, cercana, real.
No era un gesto aislado. El Papa Francisco, como Jesucristo en la Última Cena, se arrodilló muchas veces para lavar los pies de reclusos cada Jueves Santo.
Este año, el rito no fue posible: su salud ya lo tenía limitado. Pero no faltó a la cita. Visitó la cárcel de Regina Coeli unos días antes de morir. “Gritó con fuerza la necesidad de prestar atención a los detenidos”, recordó Ambarus en entrevista con La Repubblica.
Francisco no solo predicó con palabras. Cuando el obispo de Roma le pidió ayuda para los reos, él respondió: “No te preocupes, tengo algo en mi cuenta personal”. Y firmó la donación. Sin alardes. Sin cámaras. Sin comunicados.
Parte del dinero, según Corriere della Sera, irá a saldar una hipoteca de la fábrica de pasta del centro juvenil de Casal del Marmo.
“Si logramos cubrirla, podremos bajar los precios, vender más y contratar más chicos”, explicó Ambarus. Es un plan de redención con harina, agua y confianza. Un modelo que Francisco abrazó porque cree en las segundas oportunidades.Conozca también: Video | ¿Quién es la monja que se saltó el protocolo en la basílica de San Pedro para despedir al papa Francisco?
“Casi me quedo sin dinero, pero aún tengo algo en mi cuenta”, dijo el papa antes de firmar la transferencia. Según su testamento, será enterrado gracias a un benefactor. Dio todo. Literalmente todo.
El pasado 26 de diciembre, Francisco inauguró una de las puertas santas del Año Jubilar en Rebibbia, no en una basílica, sino en una cárcel. Fue a pedido de los internos.
“Para que todos tengan la posibilidad de abrir las puertas del corazón y ver que la esperanza no decepciona”, dijo en aquella ocasión. Para él, no había periferia más digna que los muros grises de una prisión.
Pero no todo fue escucha. “Las instituciones no hicieron nada”, lamentó Ambarus. Ni descuentos de penas, ni señales mínimas. “Como si dijeran: ‘Te damos esto porque creemos en ti’”, suspiró el obispo.
En la basílica de San Pedro, miles de fieles pasaron en silencio frente al cuerpo de Francisco, vestido con su casulla roja y su rosario entre las manos. No hubo catafalco. Lo pidió él. Austero, hasta el final.
“El gran silencio me acercó a él”, confesó sor Caterina a AFP. “Sentí que tenemos al papa en el cielo rezando por nosotros”.
Francisca Antunes, una estudiante portuguesa de 21 años, salió llorando del templo: “Queríamos decir gracias al más humilde de los papas”. Aquel que, incluso antes de morir, se despojó de todo para que los demás no perdieran la esperanza.
Porque sí, incluso detrás de las rejas, el papa supo ver el rostro de Cristo en los presos.
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