En medio del pantano: la inerciaDe manera que ahí estás, con el cuerpo sumergido en una sustancia que no logras reconocer. Solo tu cabeza se alza sobre la superficie. Miras a un lado y ves verde. Miras al otro lado y ves lo mismo: un verde nuclear que se extiende por doquier. Ningún resquicio de vida interrumpe el paisaje desolador. Es un verde uniforme. Finalmente ves algo que rompe la monotonía: un árbol. Si hay árbol, hay orilla. Si hay orilla, hay vida. No es solo un verde infinito.El verde, lo sientes por primera vez, es viscoso y espeso. La pesadez de la sustancia en la que flotas te recuerda que tienes un cuerpo y, por lo tanto, unos brazos. Les ordenas que salgan de ahí, que emerjan de las profundidades. Te obedecen. Ves las palmas pálidas aparecer y entrar en contacto con el aire por primera vez. Parece que hubieran pasado sumergidas una eternidad. La gravedad hace lo suyo y la sustancia viscosa empieza a caer, a gotas, de las manos. Te fijas y reconoces que lo que cae es lodo. Estás en un pantano. El brazo termina de elevarse, de despedirse de la noche oscura en la que se encontraba, y crees que si tan solo tuvieras suficiente fuerza, podrías salir de ahí.¿Cómo terminaste ahí? No lo sabes. Nadie lo sabe. Vuelves a mirar en dirección de los árboles. Si hay árboles, hay orilla. Si hay orilla, hay futuro. Una pulsión surge dentro de ti y la idea de llegar a la orilla te parece irresistible. No sabes qué te depara, pero sabes que tienes que ir hacia allá. Te decides a arrancar, pero en ese preciso momento las nubes se dispersan y un rayo de luz se filtra y enceguece tus ojos.Quién sabe cuánto has esperado este momento. Tu oportunidad, tal vez la única que te queda. Nada te va a detener. Así tengas que nadar a ciegas, estás dispuesta. Tensionas los músculos del hombro y alzas el brazo por encima de las orejas. El brazo asciende hasta tapar el sol llameante, y cuando alcanza su máxima extensión, lo dejas caer. Lo ves desplomarse como un castillo de naipes que ha perdido toda voluntad para seguir de pie, pero, antes de que choque con la superficie, recobras el poder sobre el brazo, te haces cargo de nuevo de la sangre que fluye por las venas y aumentas la potencia. Chocas con violencia contra ese verde indiferente y ves cómo la superficie se perturba. Del epicentro del impacto nace un círculo, una onda que se expande y se aleja de tu cuerpo.Has empezado la batalla contra la inercia.La calma del pantano (ahora lo recuerdas: estás en medio del pantano en el que has estado toda tu vida) ha sido reemplazada por un chapoteo intenso. Es el movimiento frenético de quien lucha por su alma. Has puesto todas las esperanzas en tus brazos y, cueste lo que cueste, tienes que llegar a la orilla.Pasa una hora. Después dos. El pantano vibra y la magnitud de tus fuerzas ha alcanzado tal punto que has podido crear, del barro, olas. Pero, a pesar del esfuerzo, sigues ahí: en el mismo lugar en el que empezaste, el centro del pantano. No has avanzado un centímetro y ya sientes que tus brazos no dan más. Añoras una voz de apoyo, alguien que desde la orilla te aplauda y te asegure que sí se puede, que no estás condenado a permanecer en el pantano. Pero no hay nadie cerca. Nadie te anima a seguir la lucha. Nadie te recalca la importancia de la batalla que estás librando. Sientes que tus párpados desisten. Se cierran. Te sumes en el descanso plácido que solo puede nacer de la fatiga.Al rato vuelves en ti. Ahí sigues, en el pantano. Pero ahora no sientes la urgencia de salir de ahí. No ves la necesidad de retomar la lucha. Te preguntas para qué te estuviste desgastando. ¿Para qué resistirse a la vida? Ya lo intentaste y ya lo comprobaste: por más que te esfuerces, no te mueves. Nadie va a pensar menos de ti si desistes. Te das cuenta de que ese pantano verde del que tanto has luchado por salir es, de hecho, bastante acogedor. No huele mal y el barro viscoso te mantiene caliente. Aunque te cueste aceptarlo, el pantano tiene su encanto. Además, no puedes estar segura de lo que te espera en la orilla. Es territorio inexplorado y probablemente (¡seguramente!) esté plagado de peligros.Una duda todavía más angustiosa te asalta. ¿Cómo he llegado hasta aquí? No lo sabes. Intentas forzar la memoria, recordar dónde estuviste antes. No lo logras. Como en los sueños, no existe el pasado, solo el momento presente.Te das cuenta de que no conoces nada diferente al pantano. Toda tu vida ha transcurrido allí, y si te ha servido hasta el momento, ¿para qué cambiarlo?Llegas a una puerta. Tampoco entiendes cómo has llegado ahí. Sin pensarlo, tocas dos veces la madera. Alguien abre. Te toma un momento, pero reconoces su cara. Es tu esposo. Lo saludas con naturalidad. Él actúa como si te hubiera estado esperando y tú como si esperaras verlo. Te pregunta, como si fuera parte de una la rutina convenida, qué tal estuvo tu día. No le cuentas la historia del pantano. Omites el asunto de la lucha por tu alma. Respondes con un escueto «bien», como si ese día no hubieras librado (y perdido) la más importante de las batallas. Sientes que te sube por el cuello un cosquilleo de vergüenza. Te has quedado corta y lo sabes. Los pensamientos de lo que pudo ser te atacan en una ráfaga fulminante. Sientes como si toda la energía de tu cuerpo se drenara y te da miedo que la desesperanza se note en tus ojos y que él se dé cuenta. Intentas concentrarte en el futuro que, después de todo, no será tan malo. Será en el pantano, pero no será tan malo. Al menos será cálido y acogedor. No te imaginas un día más de batalla. No podrías tolerarlo. Mientras tu esposo te prepara un té, piensas que mañana llamarás a tu padre y le dirás que vuelves a trabajar en su empresa.Le anuncias a tu esposo la noticia y la recibe con la compasión que siempre podrás esperar de él. Sonríe. Es una sonrisa de simpatía, no de burla.«Todo va a salir bien», dice al rato. No tendría que haberlo dicho, pues ya lo sabes. Después de todo, acabas de perder la batalla por tu alma, pero no es el fin del mundo.